viernes, 29 de noviembre de 2013

Danza en las nubes

Por Pato Che 
  
Las ganas de visitar las ruinas de la capital del imperio totonaca se estrellaron con el caos de basura, puestos vacíos y altos precios que dejó la Cumbre Tajín 2013. Apenas hace unos días, miles de personas invadieron los alrededores de Totonacapan, para extasiarse con bandas tan disímiles como Pet Shop Boys, Julieta Venegas o Los Tigres del Norte.
Si bien estamos de paso, las ruinas del Tajín bien valen la parada. Esta ciudad prehispánica floreció entre los años 650 y 950 hasta convertirse en la más grande del norte del Golfo de México. Acampar parece la mejor opción, pero las tarifas nos ahuyentan hasta Papantla, supuesta cuna de “los voladores”, esos tipos que hoy danzan en las alturas para captar la atención –y las monedas– de los turistas.
Las estrechas callejuelas de Papantla requieren maniobras precisas al volante y, aunque logro librar unos cuantos roces, pasa lo inevitable: una cicatriz se dibuja en la nueva piel de Adelita, nuestra combi guerrera.
Pero el problema más apremiante es otro: si nos quedamos en un hotel ¿qué hacemos con Chai? Dejar a la perrita en la combi nos duele más a nosotros que a ella, así que decidimos meterla al hotel, escondida en la mochila. La operación es un éxito.
Es hora de que humanos y perro descansen, pues al alba los espera una visita a la “ciudad trueno” (nombre del Tajín, en totonaca).

Vestigios imperiales
Los imponentes basamentos piramidales decorados con grecas (xicalcoliuhqui) y las amplias canchas de juego pelota del Tajín nos recuerdan la grandeza de las culturas precolombinas. La monumental arquitectura y la avanzada concepción urbanística prevalecen como prueba de los conocimientos científicos del pueblo totonaca.
En 1519, cuando los españoles arribaron a la zona, la ciudad ya había sido abandonada y nunca sería encontrada por los conquistadores. Sin embargo, años más tarde, los totonacos de Cempoala establecerían una alianza con Hernán Cortés para marchar juntos a la conquista de Tenochtitlan (hoy Ciudad de México), con la esperanza de librarse de la opresión azteca.
Pero, una vez derrotados los enemigos mexica, los totonacas también fueron sometidos por el hombre blanco, que destruyó gran parte de sus códices y manuscritos. Aun así, su cultura es una de las que mejor se conservan.
Como pueblo agrícola, sus creencias giraban en torno a la tierra, los astros y las siembras. Como sus antepasados toltecas, ofrecían sacrificios y rituales a sus dioses, algunos de los cuales se siguen practicando y son patrimonio inmaterial de la humanidad.

Hombres pájaro
Uno de esos rituales es el de “los voladores”. Se trata de cinco “hombres pájaro” que desafían la gravedad, lanzándose en vuelo desde un palo de unos treinta metros de altura, sujetados con sogas desde las piernas y la cintura. Caen simulando la lluvia, pues el ritual es para agradecer o pedir por la fertilidad del suelo.
Cuenta la leyenda que en una época de gran sequía, un grupo de viejos sabios encomendó a cinco jóvenes enviar un mensaje a Xipe Totec, dios de la fertilidad, para que regresaran las lluvias y prosperaran las cosechas.Entraron al bosque y buscaron el árbol más alto y recto y le rogaron por ayuda. Lo cortaron y lo llevaron a su aldea, sin que tocara la tierra. Una vez allí, cavaron un hoyo, lo enterraron y le presentaron ofrendas. Los hombres se adornaron con plumas para simular aves, colocaron cuerdas en sus cinturas y se echaron en vuelo circular al sonido de la flauta y el tambor.
Aunque su origen se ha atribuido a Papantla, es bien sabido que este ritual se practicó en toda la región de Totonacapan, que hoy comparten los estados de Veracruz y Puebla, así como en varias culturas precolombinas, que llegaron hasta el actual territorio de Nicaragua.
Una gallina negra y un poco de kuchut (aguardiente) y de tabaco se colocan en el agujero donde se “siembra” el palo. Con gran solemnidad, el caporal toca su flauta y su tambor mientras el grupo se alista danzando en torno al poste. Luego, visten el palo con las cuerdas de abajo hacia arriba. En lo alto del poste, colocan un cuadro de madera, que gira en torno al eje, y desde donde se enrollan las cuerdas que sujetarán a los voladores. Mientras, el caporal sube a lo más alto, sin ningún tipo de protección, donde danza y toca sus instrumentos. Lo hace sobre la “manzana”, una especie de capuchón de madera que embona en la punta del mástil y que tiene una superficie en la que apenas caben los pies.
Los cuatro danzantes representan los puntos cardinales. En la cima, el caporal guía al grupo al ritmo de sus instrumentos, fabricados con carrizo y cuero. A su señal, cada danzante salta al vacío y gira trece veces (los trece cielos del dios sol), antes de tocar el suelo. Entre los cuatro, realizan un total de cincuenta y dos vueltas, número que simboliza los años de un ciclo en el Xiuhmolpilli (calendario totonaca).
Después de la conquista, los misioneros españoles trataron de prohibir los vuelos, pero como no lo lograron, lo impregnaron de un sentido religioso, como a muchos otros ritos y tradiciones indígenas. Hoy, el ritual se realiza en diversas comunidades de Totonacapan (sobre todo, en fiestas patronales) y los voladores han añadido algunas acrobacias para impresionar a los visitantes de los en sitios arqueológicos.
Lejos de extinguirse, la tradición se transmite con orgullo de padres a hijos, por vía oral, como lo hicieron sus antepasados.

Don Mardonio
Por esas cosas del destino, al llegar a Espinal, conocimos a don Mardonio Méndez Juárez, un volador que llevó la tradición a muchos rincones del mundo. Su biógrafa, Irene Castellanos, nos guió hasta su casa para conocer su historia.
Mardonio nació en Espinal, en 1927, en el seno de una familia muy humilde, que apenas poseía una casita de barro con techo de palma. A los 16 años, quiso aprender a “volar” y se unió al maestro José Pérez, quien quería formar un grupo nuevo, pues el suyo se había desintegrado por cuestiones económicas. Erasmo de Rojas, los hermanos Pedro e Isidro Salazar y Asunción Ramos, completaron el equipo, del cual Mardonio Méndez se hizo caporal.
Su primer viaje al exterior fue a California, en 1956, contratados por la empresa DeLeón Aztec-Mayan Spectacular. Les pagaban apenas dos dólares por día, recuerda don Mardonio, quien en el primer show tuvo que pedir disculpas a los dioses, porque el ritual de vestir el palo comenzó al revés y con ayuda de una grúa.
El grupo llevó la danza aérea a Canadá, Estados Unidos y Francia, donde la paga a veces no alcanzaba ni para comer y dormían “por ahí, acurrucados en el suelo”.
En junio de 1963, en Berlín Occidental, Mardonio y sus voladores amenizaron un evento en el que el entonces presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, ofreció un discurso.
“La libertad supone muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero jamás nos vimos obligados a erigir un muro, para confinar a nuestro pueblo”, pronunció el mandatario en crítica a la Unión Soviética. Hoy, Estados Unidos erige un muro en su frontera sur, que lo confina de América Latina.
Unos meses después, contratados por la Casa Blanca, los danzantes se dieron cita en Washington D.C, donde fueron recibidos con la noticia del asesinato de Kennedy, ejecutado un día antes, en Texas. El grupo acompañó los tres días de sepultura y finalmente ejecutó el vuelo frente al nuevo presidente, Lyndon B. Johnson.

La última danza
A sus 86 años, los tesoros más preciados de Mardonio son su familia y sus fotografías. Aunque ha perdido parcialmente la vista y sus pasos son cada vez más pequeños y dificultosos, sus pies siguen conservando alas.
Ante la mirada incrédula de su biógrafa, Mardonio aceptó nuestra invitación de repetir la hazaña tan aplaudida en escenarios internacionales. “Me duele un poco la rodilla”, dijo, mientras ponía sus pies sobre una “manzana” que conserva como recuerdo de grandes épocas. Equilibrado en un solo pie, Mardonio hizo sonar su tambor y bailó una vez más hacia los cuatro puntos cardinales, agradeciendo las lluvias que dan vida a Totonacapan, ese “hermoso jirón de la Tierra” (como lo define Irene), que aún nos tendría más sorpresas...

Publicada en Pausa #126, miércoles 20 de noviembre de 2013

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