sábado, 26 de septiembre de 2015

Los invisibles

La calle, por José Luis Pagés

“Aquí yace el hombre invisible”. Las yemas de los dedos de un ciego leyeron en la piedra blanca el mensaje oculto que nadie había visto antes. El director de la necrópolis, anoticiado del azaroso descubrimiento, hizo un calco con carbonilla sobre una hoja de papel. El resultado de la copia sorprendió tanto al funcionario como al último sepulturero.
Así fue que la epigrafía funeraria cuadrada y romana salió a superficie. El ciego que tanteaba en la oscuridad en busca del panteón familiar siguió su camino. El director, en cambio, quedó sin respuesta, atrapado en el vértigo de un misterio abismal.
Por lo demás alguien había vendido la parcela, la sepultura no estaba registrada y el muerto tampoco. En tiempos de campaña electoral la sola sospecha de haber incurrido en una falta grave le provocaba náuseas, lo llenaba de espanto.
La voz de un empleado lo devolvió a la realidad “¿Quién iba a pensar…?”, dijo el hombre y agregó: “Con razón acá también dejaban de flores”. El funcionario echó una rápida mirada y descubrió junto al mármol de un blanco inmaculado un ramito azul de nomeolvides. “Este no es un enterramiento regular”, se dijo, y mirando fijamente al jefe de vigilancia anunció a los gritos que de inmediato iniciaría las actuaciones sumarias del caso para proceder a “deslindar responsabilidades”.
La noticia se propagó rápidamente hasta llegar a todos los rincones de la ciudad. Media hora más tarde miles de curiosos y decenas de camarógrafos y periodistas pugnaban por entrar en la necrópolis para ver la tumba del desconocido inexistente.
El director –que había buscado refugio en el despacho oficial– pudo ver cómo aquel ciego, aferrado al brazo de una mujer gorda, se vanagloriaba ahora detrás de sus lentes oscuros. Mientras el soberbio hombrecito hablaba de su descubrimiento como un Champollión junto a la Piedra Rosetta, el funcionario se preguntaba si sería mejor huir con el libro de ingresos o  arrancar una hoja cualquiera.
Pronto en la calle surgieron las diferencias. Unos sostenían estar ante un hecho prodigioso, pero otros, como el Obispo Acuña, calificaban lo ocurrido como un fenómeno paranormal. En medio del alboroto y la confusión varios ramitos de nomeolvides pasaron inadvertidos para todos y suspendidos en el aire se dirigieron al sepulcro del hombre invisible.
Ajeno al debate, el director, que terminaba de arrancar una hoja, quedó absorto en la contemplación del desfile floral. Con la boca abierta y la carretilla desencajada alcanzó a pensar: “Uh…, ahora sí que el hombre tiene visita, se vino la familia entera”.
El Obispo Acuña fue detrás agitando el hisopo para exorcizar a los poseídos, a los muertos insepultos, a las ánimas en pena y toda suerte de engendros diabólicos.

Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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