En mi adolescencia, durante el menemismo, la ciudad estaba llena de ruinas. El Puerto, las estaciones de trenes, el Puente Colgante y lo que hoy es
El antiguo puente era de madera; recuerdo los tablones
podridos, con unos tornillos enormes, partidos donde el puente había
colapsado.
Una vez subimos con mi amiga Flavia, las dos solas. Se subía
por una escalerita que estaba embutida en la estructura de la torre. Ya arriba,
el viento era bastante salvaje. Flavia se agarraba de la baranda que le llegaba
a la cintura e inclinaba el resto del cuerpo hacia el vacío.
Fantaseábamos con bajar deslizándonos tipo tirolesa por los
enormes cables de acero. Aterrizaríamos, sanas y salvas, entre las paredes y
habitaciones arrasadas de Piedras Blancas, por donde la vegetación isleña
trepaba y sacaba flores amarillas y azules.
Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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