sábado, 10 de mayo de 2014

Antes

Variopinta, por Federico Coutaz

“Nacimos en una época donde la palabra alcanzaba…”, reza la publicidad de un conocido banco, como si alguna vez hubiera otorgado créditos de palabra. No pretendo llamar la atención sobre la hipocresía de las entidades financieras, ni denostar el arte del engaño al que llamamos marketing, sino señalar ese tiempo mítico que el mensaje refiere, en el conocimiento artero de que el receptor/consumidor, comparte y anhela ese pasado imaginario contra toda inteligencia o racionalidad.
Desde la antigüedad las distintas culturas construyeron mitos que narraron el origen y devenir del hombre como un proceso de decadencia. Hesíodo describe la edad de oro, donde los hombres vivían felices y en paz junto a los dioses, luego descendieron cinco divisionales hasta la edad de hierro. Según  el Popol Vuh, hubo un momento en que los dioses impusieron un fuerte recorte a la visión y sabiduría de sus criaturas. El cristianismo, con el exilio de Adán y Eva, aportó lo suyo y así estamos.
“Yo, quizás, nunca fui feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos”, escribe Borges indicando dos aspectos fundamentales de la nostalgia: su carácter de autoengaño y su propensión a la infelicidad. La actualización constante del eterno mito de que todo pasado fue mejor, en virtud de otorgar sentido a la realidad, nos permite una infelicidad perfecta que nos exime de cualquier esfuerzo. Todo lo que suceda es una repetición degradada de algo que ya sucedió de manera más auténtica y original.
No debe extrañarnos, entonces, la infantil recurrencia a tiempos pasados y la añoranza de  todo lo que se supone que ya no existe, como si eso de por sí fuera prueba de su valor y motivo de lamento. O, peor aún, la continua reedición de objetos que supuestamente portan un pasado pero cuyo tiempo de olvido fue breve o nulo.
En cualquier estación de servicio venden las mismas golosinas (rediseñadas) que yo compraba cuando iba a la primaria, no hay una sola FM que no tenga un  programa que se lance al rescate épico de música de los 80 o los 90, como si alguna vez hubiese dejado de difundirse.
En lo que a mí respecta, me hubiera alegrado mucho cambiar (sin dudarlo y sin culpa) todos mis juguetes por una playstation y, si al contrario, me los cambiaban por dos tarros unidos por un piolín, como los que mi padre de niño usaba como walkies-talkies, habría llorado hasta el día de hoy.

Publicada en Pausa #133, miércoles 7 de mayo de 2014
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