domingo, 10 de mayo de 2015

Una vuelta por la plaza

RECORRIDOS | Baldosas, esculturas, cine, literatura y memoria.
Por Pablo Cruz

Las baldosas
El pasado 21 de marzo siete baldosas fueron  colocadas en la Plaza de las Banderas en homenaje a militantes secuestrados en febrero de 1976.  A cuarenta años de los hechos, allí mismo, un hecho violento quedó flotando y se revela en las baldosas y el césped. Pocos días después de su emplazamiento las placas fueron vandalizadas. Me dirijo a la plaza para fotografiar esas baldosas. Caminando hacia Marcial Candioti dos vecinas se detienen, leen, y murmuran algo que no entiendo. Las baldosas activan un resorte en la memoria colectiva, una herida abierta, el reflejo de una zona oscura. Vuelvo hacia el centro. Llego a Plaza España. Una pareja de recién casados sale del Registro Civil y posa para la foto en la vereda de calle San Luis. Me acuerdo entonces, de los Stoessel.

Una película muda
Hace poco menos de diez años me encontraba viviendo fuera de la ciudad. El período no fue extenso pero bastó para conocer un sentimiento cercano al desarraigo. Una tarde, en la Sala Lugones, en el Teatro San Martín de Buenos Aires, exhibían una película muda: Expedición Argentina Stoessel, publicitada como la primer road movie latinoamericana. Los  hermanos Stoessel iniciaron, en 1928, un viaje épico en automóvil hacia Nueva York. Registraron el mismo en 35mm. El film, perdido, encontrado, donado y finalmente restaurado por la Fundación Cinemateca Argentina, se exhibía con música en vivo por primera vez en público. En la platea se rumoreaba que veríamos registros de alto valor histórico, entre ellos las imágenes de la antigua Managua, destruida en 1931 por un terremoto. Las secuencias que describían los primeros pasos del Chevrolet  por la Argentina eran, para los presentadores del evento, pocas y prescindibles. Sin embargo, esos primeros minutos del film son los que me quedaron más presentes en la retina. A medida que los Stoessel incorporaban kilómetros, también ganaban destreza en el uso de la cámara.  Tres tomas, desde la azotea,  describen a Santa Fe en los años veinte. Una de ellas es un paneo a izquierda en leve picado que muestra una plaza: dos transeúntes, charlando, la cruzaban en diagonal; otro caminante, más apurado los sobrepasa; un tranvía se detiene detrás de los árboles. Recuerdo una leve conmoción, haber sostenido el aliento, inclinar el cuerpo hacia adelante en la butaca, para ver mejor.
La renovación de Plaza España tuvo un gran impulso en 1911 en el marco del Plan de Renovación General  durante la intendencia de Edmundo Rosas. El espíritu higienista propiciaba la multiplicación  de espacios verdes localizados en distintos puntos de la ciudad. En la antigua plaza de las carretas se trazaron diagonales, se plantaron árboles exóticos, se colocaron estatuas. Cuando los Stoessel pasaron por la ciudad, esos árboles daban sombra. La cámara debió estar emplazada en la esquina de Hipólito Yrigoyen y San Luis, donde se hallaba la farmacia Las Colonias.  En los años 30 los anarquistas celebraban en la plaza el 1º de mayo y se enfrentaban a los nacionalistas, que tenían su local sobre la farmacia: “Yo tenía diez años, con un pariente mío que era anárquico fui a un acto “forista” por el 1º de mayo, en San Luis y Crespo. Yo repartía panfletos. Desde arriba de Las Colonias tiraron una bomba, y se hizo un descalabro; mi pariente, que estaba por hablar, me buscaba. Hubo un muerto” (1). ¿Pero era la Plaza España? Creí que sí. Ahora no lo sé. Lo cierto es que las imágenes me devolvieron un lugar tantas veces transitado inscripto en otras capas de tiempo; el sabor suave del sol de las diez de la mañana cuando, yendo hacia el centro, atravesaba esa plaza en otoño.
Cerca de la Náyade todos los días cientos de personas esperan el colectivo. Fotos: Pablo Cruz.

La sensación también se vio reforzada, quizá, porque en aquellos días había leído una novela donde también se hacía presente la plaza. Una siesta, marzo de 1961: “Rey se metió las manos en los bolsillos del pantalón y comenzó a caminar con aire contemplativo: observó los árboles, y detrás, en medio de un claro rojizo, de polvo de ladrillo, la construcción circular y amarillenta destinada a la banda municipal. Una pareja conversaba instalada en un banco cercano. Rey se detuvo junto a la fuente. Era rigurosamente circular, a ras de suelo, y el agua corría por la boca de cuatro cabezas de endriago, de piedra, idénticas, dispuesta simétricamente. En el centro de la fuente había una náyade de piedra de tamaño natural, desnuda, y se hallaba dispuesta en actitud de secarse la pantorrilla...”(2). Las náyades –ninfas de los cuerpos de agua dulce– encarnan la divinidad del curso de agua que habitaban. Su presencia en la plaza es atinada si pensamos que la inundación de 1905 alcanzó la calle Rivadavia y la ninfa, en la fuente, no deja de recordarnos que el río estuvo allí.
La referencia no es casual si atendemos el lugar que ocupa el pulso de las inundaciones en nuestras conversaciones, en nuestro modo de organizar los hechos cotidianos, en el diseño abierto de nuestra geografía simbólica. Sobre la fachada de la esquina de Crespo y Rivadavia supo haber una marca que indicaba el nivel al que llegó el río en el año 1905. Fui a buscar esa marca. No estaba. En otro texto saeriano, dos parroquianos, los Salas, disputan cuál de las dos crecientes, la del ´5 o la del ´60, fue la más violenta. Como argumento categórico uno de los personajes plantea que años después del paso del agua todavía podían distinguirse en las copas de los árboles los restos de las osamentas de las vacas (3). Recordé entonces las calles de Santa Rosa de Lima, tras la inundación del 2003. Cuando la resaca fue quitada de las calles, cuando fueron cayendo deshilachados los despojos flotantes enredados en los cables de la luz, todavía permanecían las rayas que los vecinos hicieron en las paredes marcando la altura del Salado. Ojalá no se borren.
Todos estos elementos cobran sentido pensados como ingredientes de lo que suele llamarse memoria cultural, esa argamasa viscosa asociada a los lugares donde ha ocurrido algún suceso significativo y único o lugares donde un suceso se repite regularmente. El patrimonio urbano importa en tanto es la marca de un tiempo en el que, como ciudad, fuimos y estamos siendo. Las plazas, los monumentos, los edificios no tienen valor en sí mismo, sino como sustrato material de esa memoria colectiva que atraviesa las generaciones, que se construye, acaso, en los pliegues que rozan lo real y lo imaginario. El tiempo dirá que simbología se cuece en los prismas de hormigón que se alzan como pajareras en el centro de la ciudad. Mientras tanto, la náyade de la Plaza España evoca antiguas crecidas, las marcas del Salado viven en las paredes de Santa Rosa, y las baldosas de la memoria no dejan de acicatear el recuerdo de un Estado caníbal.

1. Testimonio de José Arévalo, citado en El peronismo antes del peronismo de Darío Macor y Eduardo Iglesias (UNL, 1997).
2. En la página 53 de La vuelta completa, de Juan José Saer (Seix Barral, 2001).
3. En la página 61 de El limonero real, de Juan José Saer (Alianza Bolsillo, 1987).

Publicada en Pausa #153, miércoles 6 de mayo de 2015
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