domingo, 3 de mayo de 2015

La soledad del asador

Otro yo mismo, por Mari Hechim

La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe es una novela especialmente bella, sobre un chico que está en un reformatorio y se le permite entrenarse para correr un premio que, sabremos al final, él no piensa ganar para sí, pero puede salir todas las mañanas a disfrutar de su habilidad de manera solitaria, pensando todo el tiempo.
Cada vez que mi querido amigo, llamémoslo Juan, prepara un asado en casa, yo recuerdo este libro tan conmovedor. Se sabe que en mi casa, por un principio aristocrático bien definido, surgido de manera consuetudinaria, no entra ninguna persona que no sea un artista. De manera que, de vez en cuando, nos reunimos un grupo de desveladas personas a disfrutar de nosotros mismos. Juan es el que llega antes que todos, él ha comprado la carne y las achuras y, salvo las  mollejas, que no acaba de saber asar como a cualquier persona exquisita le gustaría, en todo lo demás es un artista.  Ya está eligiendo enseres, salando la carne, mientras el fuego, afuera, hace su trabajo de crecer para conseguir las brasas. Mientras, se conversa, se toma un vino. Al momento de la llegada de los otros escogidos invitados, Juan está en el patio, frente a la parrilla, moviendo brasas; por ahí dice: mirá qué fuego. Y yo me entusiasmo y me maravillo, y luego entro a organizar el lavado de la lechuga y los tomates, quizá una cebolla brillante, alguna palta que conseguí, y alguien pone la mesa y las cervezas y los vinos empiezan a circular. Todo transcurre con serenidad, siempre que Florencia no haga caer una cerveza helada contra el suelo, como suele suceder, no por torpeza, sino que en días húmedos se le resbala la botella y se cae.
Es verano y afuera hace mucho calor, más al lado de un fuego. Así que alguien abre tímidamente la ventana que separa el comedor del patio, en un quizá engañoso intento de integrar a quien se está afanando con las costillas y los chorizos. Porque el aire acondicionado de adentro es una bendición. Pero Juan está solo allí, el pelo  transpirado, y, aunque todos fingen preocuparse por él, y le tiran alguna pregunta, nadie se le acerca.
O es invierno, y la cercanía del fuego es anhelo y tibieza, pero adentro se está mejor. Los invitados se vuelven solidarios para poner la mesa, contar cuántos somos para elegir platos y cubiertos, desplegar un mantel, tomar una bebida. De nuevo Juan está solo. Todos están distraídos contándose acontecimientos recientes, uno que rindió una materia, una que pasó el día en una reunión política y quedó desesperada. Otra cuenta un sueño: le pedían que dibujara a un escritor e intentaba hacer un boceto; le salía el rostro de Freud, y lo tiraba, pero, al volver a intentarlo, de nuevo surgía el rostro de Freud. Desde adentro el chisporroteo del fuego es una fiesta.
Yo, a veces, finjo que me preocupa su soledad, y salgo, hablamos un rato de la facultad, de su casa nueva, pero no tengo aguante ni para el frío ni para el calor, y entonces le miento, le digo que enseguida vuelvo, y no vuelvo, y él, solidario y solitario, hace el asado más espléndido para las personas menos agradecidas, pero contentas, en especial cuando entra ya al comedor con una fuente que expande la fragancia más exquisita para todo santafesino con ganas de comer. Entonces, los artistas de la sonrisa, aplauden. Y él, como siempre, también sonríe y se sienta a la mesa para jolgorio de todos. Yo no sé si lo queremos tanto porque es una persona inteligente, encantadora y sexy, o porque hace los mejores asados del mundo.

Publicada en Pausa #152, miércoles 22 de abril de 2015.
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