Estuvimos en la celebración ricotera de Gualeguaychú. Dos notas
sobre el histórico 12A del Indio Solari.
Cuando faltaban todavía algunas semanas para el gran
concierto, la expectativa, las cuentas regresivas y los agites se percibían
apenas tibios. La cosa cambió durante las siete jornadas inmediatamente
anteriores: la mística había despertado. La plaza Pueyrredón era un murmullo
paciente por el arribo de los colectivos, algunos autos bocineaban al paso con
los trapos flameando. El hielo y las sedas fueron los descuidos más lamentados
aunque siempre hay quienes parchean esas fisuras.
La ruta suele ser soporte de contemplación, momento de
apoyar la sien en la ventana. Pero cuando toca el Indio, devienen canales por
los que el culto avanza en caravana; la paz no reside en la quietud, sino en el
goce, en la euforia. Gualeguaychú operó como centro del embudo en el que el
remolino ricotero se alojó para celebrar estribillos de todos los días, renovar
una leyenda, intentar reanimar a Patricio Rey. Que toque el Indio es fundamento
implacable para las deudas, los faltazos al laburo, las resacas, las ronqueras.
Cada vez que los Fundamentalistas salen a defender sus canciones, el banquete
ya está servido, sólo resta degustar.
La tormenta de Woodstock y la de la semana previa al
concierto son elementos serviles, chiste fácil, para armonizar una comparación
entre estos dos fenómenos que dejan huellas similares: centenares de miles al
calor de la fraternidad que cada uno quiere (y necesita) compartir; un lazo de
identidad los atraviesa y los abriga, les hace olvidar por un momento, las
tonadas disímiles, los escudos de otros equipos en el pantalón, alguna
estigmatización social. Esto resulta tan increíble como contradictorio
atendiendo a que, por caso, si trasladáramos esta circunstancia a otro ámbito
como el fútbol o la política la probabilidad de convivencia exitosa sería cuanto
menos complicada.
Hasta el hipódromo había que patear cinco kilómetros, con
canciones superpuestas de los Redondos desde invisibles parlantes, con ofertas
no convenientes por doquier, cuya hegemonía instaurada era la de la cerveza al
natural. El rigor de los controles de ingreso, como de costumbre, no fue el más
estricto. La tarde no estaba extinta cuando la marea de peregrinos caminaba con
atención de trapecistas para acomodarse en un campo cuyo diámetro era
prácticamente imposible de calcular de tan amplio. El convenio mediático
estampó la cifra de 170 mil espectadores, seguramente se quedaron cortos. El
grumo de barro y agua apestoso bajo las zapatillas de los ricoteros fue una
falla gravísima.
A unos 45 minutos de vencido el horario, las esperadas trompetas;
la voz de Solari anunciando el inicio de la ansiada predicación; embarrada
distorsión trabada; las parrillas lumínicas se encendieron; en el escenario la
estampita que parecía ocupar toda la visión y el comienzo de la liturgia con
“Nike es la cultura”. Pretender saltar, reubicarse o simplemente corregir la
postura resultaba la mejor imitación de Robocop jamás imaginada. “Chau
mohicano” fue el primer track del disco publicado en diciembre pasado, al que
siguió una de las seguidillas de himnos de ricota: “Fusilados por la cruz
roja”, “la canción de la novela” (por “Me matán limón”, en referencia a El
patrón del mal) y “Unos pocos peligros sensatos” encendieron al público y sobre
todo al cantante de 65 años que, de tan eufórico, trastabilló mientras bailaba
y jugaba con Baltasar Comotto, su “guitar hero”.
La primera decena de canciones comprimió todas las etapas
del líder de una leyenda de casi 40 años. Bis de por medio, habló y se disculpó
acerca del mal estado del suelo, rematando la reflexión con un enlace
metafórico condensado en “Todos a los botes”. Como advirtió en el show en
Mendoza en septiembre pasado, Solari recurrió a un reemplazo para la
interpretación del “Blues de la libertad”: Deborah Dixon; cualquier video
pirata de YouTube bastará para entender por qué
valió la pena la rareza. Preludio mejor no hubiera podido prepararse,
pues el retorno al micrófono del calvo encamisado estuvo engordado por la
presencia de Semilla Bucciarelli, Walter Sidotti y Sergio Dawi. “Viejos
amigos”, para hacer un tema nuevo (“La pajarita pechiblanca”, último de
Pajaritos bravos muchachitos) y algunos otros para revivir a Patricio Rey con
cinco de sus seis integrantes, puesto que Hernán Aramberri, otro ex redondos,
forma parte de los Fundamentalistas. Así, a la fiesta de Gualeguaychú faltó
sólo Skay.
Sólo “Jijiji” se mantuvo como la única canción que se
repitió cada vez que el artista cantó en los nueve años que lleva actuando de
manera solista, “Juguetes perdidos”, “Flight 956” y “Pabellón séptimo” eran los
que hasta Mendoza habían resistido. No lo soñamos, Patricio Rey y Sus
Redonditos de Ricota estuvo a punto retornar de no ser por la SG ausente de Beilinson. Sin
embargo, las casi 200 mil gargantas que hicieron mousse de barro con sus pies
omitieron esa ausencia para volver a hacer sonar el rocanrol del país.
Indio hacer barullo
Desde que, por enero, se confirmó el “12A”, Gualeguaychú no
dejó un solo día de discutir si debía ser o no ser… ricotera. El miedo a lo
desconocido (o mal conocido) convivió con el entusiasmo de ser protagonistas de
lujo del evento más convocante en la historia del rock nacional. En el almuerzo
dominguero familiar, en la panadería, con los amigos después del fútbol o en
las radios algún comentario sobre el Indio y sus seguidores era obligado.
Quienes estaban en contra de la llegada del ex redondito
argumentaban que la ciudad no estaba preparada para albergar semejante cantidad
de personas: no hay servicios, personal de seguridad ni insumos que aguanten.
No hay alojamientos y dejar que acampen en los parques y plazas es una
aberración para el vecino que paga sus impuestos y quiere salir tranquilo a las
calles porque iba a estar llena de malvivientes, gente drogándose por todos
lados que van a usar las veredas de baño para hacer sus necesidades. Hay algo
que es cierto en todo eso: cada fin de semana largo de carnaval, Gualeguaychú
queda desabastecido, y la cantidad de turistas no llega ni a la mitad de las
más de 150.000 personas que vinieron al recital de Solari. Ahora, ¿es eso culpa
del turismo o de la falta de planificación empresario-municipal que no aprende
de sus experiencias pasadas? Además, con o sin Indio, no seamos hipócritas:
esos mismos vecinos hace años que se quejan porque “no se puede salir en paz a
la calle”.
El Indio Solari tocó ante casi 200 mil personas que chapalearon en el barro, después de viajar desde todo el país hacia Entre Ríos.
Los que estaban a favor de la realización del espectáculo
entendían que era un hecho histórico, que había que sentirse orgulloso de que
sucediera en la ciudad; que le iba a dejar dinero a algunos rubros de la
economía local y que por fin Gualeguaytwo iba a ser conocido por algo más que
el desfile anual de carrozas, la culocracia del corsódromo, el mártir Alfredito
De Ángeli y la resistencia a la pastera contaminante Botnia-UPM. Hay algo de
todo esto que tal vez no sea tan cierto: el público que sigue al Indio, en su
mayoría, no viene a gastar plata. Todo lo contrario: cuanto menos gasten mejor,
porque ya de por sí el traslado y la entrada al recital, los deja al borde del
knock out económico y una vez instalados se las arreglan como pueden. El resto
de argumentos está más del lado del “progreso” y la perspectiva de una ciudad
que no quiere vivir en la chatura sociocultural.
A mí el Indio ni fu ni fá. Eso, sumado a mi reconocida
antisociabilidad, hicieron que en un primer momento quisiera escaparme de
Gualeguaydos para el 12A. Pero también soy fácilmente manipulable y desde el
jueves, cuando escuché la primera e impresionante prueba de sonido parado en lo
que va a ser la terraza de mi casa, decidí que desde el epicentro mismo del
tornado ricotero iba a escribir esta crónica. Sí. No solo no me fui nada, sino
que además, el día del recital, salí a la calle a corroborar si era cierto que,
como dicen los vecinos bien de la ciudad costera, las hordas de fanáticos
estaban comiéndose los patos de la laguna artificial del Parque Unzué, se
estaban “matando entre ellos” y si habían cazado el ciervo del mismo parque
para hacerlo a la parrilla. No hace falta decir que en Gualeguaychú no hay
ciervos. No señora, nada de eso.
Pero sí es verdad que el flujo de personas entrando por
todos los accesos parecía infinito, que acampando en los bulevares se estaban
mandando unos flores de asadazos (algunos a la estaca), bebían cualquier tipo
de elixir y cantaban, y bailaban, y reían, y nos arengaban a vivar al Indio o
los Redondos en lo que no me atrevería a llamar un “culto”, sino más bien una
fiesta, de miles y miles de amigos, en el medio de la calle y con una sola
misión: pasarla bien, disfrutar de eso que se da únicamente en suelos criollos,
solo cada tanto, y no se sabe cuántas veces más. Y que contagia; créanme que
contagia y que si no fuera por mi aversión a las muchedumbres, no dudaría ni un
segundo en ser un feligrés más, esta noche, en la “misa india”.
Publicadas en Pausa #132, miércoles 23 de abril de 2014
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