viernes, 22 de noviembre de 2013

Macho nativo

Por Licenciado Ramiro

A raíz de la columna pasada –en la que confesé toda mi inutilidad en relación al gremio de la construcción y de los ferreteros–, he llegado a la conclusión siguiente: soy el masculino con menos masculinidad del planeta. Sí, eso. Y lo peor es que siquiera puedo recordar si la perdí o, directamente, nunca la cultivé. ¿Y cómo me di cuenta? Sencillo: autogenealogía introspectiva.
No sé muy bien por qué, el otro día un amigo me pregunta sin preámbulos: “¿Vos sabés hacer asado?”. Mi respuesta fue “No, pero soy un excelente prendedor de fuego. Incluso, no necesito ni alcohol ni nafta para hacerlo.” Mi amigo, incrédulo, insistió: “¿Nada más?” Y ahí sí, lo mío ya fue definitivo: “Hamburguesas sí sé hacer. Pero si tengo que hacerte un asado lo hago al horno que me sale rico.” Y bueno, aparentemente hacer un asado en el horno es más o menos como fajarla a la madre, para un macho argento hecho y derecho… Y yo eso no lo sabía. Pista número uno de mi falta de masculinidad.
Si no sé cuál es la diferencia entre un tornillo y un clavo, se imaginarán que menos que menos voy a saber diferenciar las partes del motor de un auto cada vez que le abro el capó. De hecho, si me dicen caballos de fuerza o cilindros, a mí lo que se me viene a la cabeza es una carrera de turf o un cucurucho de helado de menta granizada (que, encima, es mi gusto favorito… porque es bien fresco). O sea, ni me pregunten cómo se le cambia una rueda pinchada a un auto, porque yo soy el típico que cuando le pasa eso llama a la grúa del seguro. Aunque, lo admito, eso sí me da un poco de cosita. Durante un año viajé semanalmente en el auto a Entre Ríos, y siempre, antes de salir, le pedía a todos los santos que por favor no se me pinchara una goma porque apesta la señal de celular en las rutas urribarristas y eso significaba quedarme a vivir entre Nogoyá y XX de septiembre (sí, hay un pueblo que se llama así).
Hago asados en el horno y no sé nada de fierros… pero todavía hay más.
Me encanta el fútbol. Sobre todo jugarlo. No soy de mirar muchos partidos, aunque tengo un equipo al que sigo (soy hincha) y simpatizo por otros tantos. Pero no soy fanático y si el equipo “enemigo” al mío gana, me pongo contento si lo hizo jugando bien. También, el otro día mi viejo me preguntó si iba a ver el partido de Argentina… Yo ni sabía que jugaba Argentina y, entonces, ahí me la mandé mal. Le pregunté: “¿Juega Messi?”; y como me dijo que no, inmediatamente le respondí: “Ah, entonces no me importa”…
Lo voy a decir rápidamente: no sé escupir. No me sale. Si quisiera hacerlo seguro me termino ensuciando la remera o escupiendo la zapatilla. Nunca en mi vida escupí y eso se debe, creo, a que la primera vez que lo intenté fue con mi  papá, a los 3 años. Yo andaba resfriado y, obvio, me tragaba los mocos. En el Puente Carretero, yendo para mi casa en Santo Tomé, mi viejo me dijo: “Cuando tengas mocos, escupilos”, y me enseñó cómo hacerlo. Claro, yo quise seguir el ejemplo y lo hice… pero él nunca me avisó que tenía que hacerlo afuera del auto y le terminé llenando de mocos la palanca de cambios de su inmaculado Peugeot 504. Me comí tal reto que quedé traumado para siempre y nunca pude escupir. Y ese, además, es mi único recuerdo nítido y real de mi infancia santotomesina.
Hay un indicio más. No me hace sentir orgulloso. Estuve a punto de no confesarlo. Pero lo voy a hacer porque yo sé que hay otros varones que también lo hacen. Orino sentado. Sí, y me encanta. Es supercómodo, no mojo los bordes del inodoro y no corro riesgo de mojarme a mí mismo. Esto tiene una explicación. Mi tabla no queda levantada, y entonces es muy incómodo andar sosteniendo con una mano la tabla, con la otra… bueno, y encima embocarle al agujero. Me siento y listo. Además, de noche me levanto con ganas de orinar, dormido, ni prendo la luz… Me siento y chau pinela. Prueben, machos…
Tengo todavía más para confesar, pero no hay espacio para hacerlo ahora. En resumen, Ricardo Iorio sentiría pena por mí; de seguro que su chacarera titulada “Moraleja” no se inspiró en varones como yo… La masculinidad convive con la femeneidad en cada uno de nosotros y nosotras. La sociedad, la familia, la iglesia, los medios de comunicación, te enseñan cómo reprimir una de las dos de acuerdo al género al que pertenecés… evidentemente, conmigo estas instituciones no tuvieron éxito. Y menos mal, porque si lo hubiesen tenido me quedaría con las ganas de escupirles la cara… Simplemente por no ser macho y argentino, ¡carajo!

Publicada en Pausa #126, miércoles 20 de noviembre de 2013
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