viernes, 17 de agosto de 2012

Política en años de asfixia



¿Cuánto sobrevive hoy de las resistencias de los 90? ¿Qué significaba militar en el menemismo?

Por Juan Pascual


Democracia de la derrota, se la llamaba, y su apogeo se dio en la década del 90.
De un lado, estaba la herencia. La generación aniquilada del ’76, un quiebre en el tiempo y las experiencias de la organización política, se hacía presente como un vacío enorme y desconcertante. Eran demasiados los que iban a faltar para siempre. (En los 90, mientras había 30 personas marchando en la plaza del Soldado junto a las Madres, parecía que su única forma de perdurar iban a ser esas fotos carnet en blanco y negro, ampliadas en fotocopia para la movilización. Esas fotocopias y esas mujeres caminando, templadas, convencidas, conmovedoras).
Pero todo vacío, en política, es un lugar a ocupar. En los 90, ese vacío era un lugar muy particular, aciago, para ocupar. Y estaba vacante, más aún pasada la primavera del desengaño democrático. En la pax democrática sobraban titubeos frente las trayectorias de antiguos militantes. Indicar una filiación era casi vociferar una verdadera falta de respeto, una intromisión. Una agresión a la memoria. ¿Cuánto se podía esperar, cuánto se le podía pedir, a quienes militaban, con los ausentes como pasado inmediato? ¿Cuánto se exigían a sí mismos quienes deseaban el cobijo –simbólico– en esa historia, la historia de las luchas de los 70? ¿Cuánto dolían esos desaparecidos, con tan poco tiempo pasado? ¿Cuál era la tarea en el nuevo tiempo?
No eran muchos los puentes; toda una serie de biografías compartidas de sangre y lucha por comprender, cuyos testigos y actores tampoco podían terminar de elaborar para el testimonio. Historias de militancias ancladas en otro mundo, desvanecido, porque el otro lado de la democracia de la derrota fue su hegemonía resultante. A poco más de diez años respecto de 1976, a menos de veinte de 1973, el paisaje completo del país era irreconocible. Martínez de Hoz, la mente y la mano económica de esos años, había triunfado en todo y sobre todos –con el fusil y con las urnas– y eso era absolutamente evidente.
(Si bien está claro que la década del 90 en Argentina se extiende, al menos, hasta los días de diciembre de 2001, todavía no hay certeza respecto de cuándo comenzó. ¿Fue con la Convertibilidad o con las privatizaciones? ¿Con el Punto Final y la Obediencia Debida? ¿O con la designación de Sourrouille y el retorno de los ajustes? ¿Es justo plantear que la década del 90 empezó en 1976 –o, por qué no, con el plan Rodrigo en 1975– o es una forma de no hacernos cargo de que una cosa es una dictadura y otra cosa es elegir democráticamente a los gobiernos?).
Paralelamente, campeaba el discurso antipolítico. Siempre existieron esas expresiones y siempre tuvieron el mismo cariz: la inutilidad de una casta parasitaria y burocrática –el político– y la virtuosa solvencia del individualismo depredador, animal puro y prístino del mercado –lo antipolítico–, son sus dos rasgos sustantivos. No era eso lo terrible: se trata de una formulación común, básica y elemental. Sólo afecta a quienes desde el principio no quieren mover un dedo hacia la política.
La peor condena venía por otra línea. En la época, los 90, se la llamaba la “caída de los grandes relatos” y hacía conjunto con una palabreja: posmodernidad. Posmoderno era, literalmente, un insulto. Te miraba el “moderno” y decía: “Ah, sos un posmoderno”, y lista la condena.
Se afirmaba, entonces, que ya no tenían peso específico, que ya no producían identificación, que ya no tenían sentido los “grandes relatos”, como el marxismo, el socialismo o, incluso, el liberalismo clásico, para organizar la política. Del peronismo militante de los 70 sólo se recordaba la plaza en la que el líder había expulsado a los imberbes. ¿Cómo, sino, filiar doctrinariamente –otra cosa son los modos de conducción– al menemismo con el peronismo?

A nivel planetario esto ratificaba el apogeo del neoconservadurismo. A nivel local, era algo así como la expresión teórica y refinada de la derrota, pero en una dimensión moral cuyo reverso era asfixiante. El sostenimiento de un “gran relato” era presentado como una simple cuestión de convicciones, de convencimiento, de arrojo. Los buenos y fuertes sostuvieron “grandes relatos”. Un posmoderno, sayo con marca generacional, era un alma frívola, sin deseo, idiota, la versión deforme de lo que antaño era fuerza, potencia, política en su esplendor. Y nadie escapaba a ello, menos una militancia cuya vara de medición más próxima se recordaba ritualmente los 24 de marzo.
(Que análisis más pueril del 89 alemán y del 91 soviético que es esa noción de los “grandes relatos” desmoronados por carecer de bocas fuertes que los pregonen. Se desmoronó el bloque comunista, no se cayeron simples ideas. El panfleto con el AK 47, la militancia internacionalizada con mayor o menor práctica revolucionaria y ferretería ad hoc, se hacía con ese respaldo –el de una de las dos mitades del planeta–, no con el puro romanticismo del querer y el único sustento de las ideas).
Así, la militancia del 90 ocupaba mal el lugar (imposible de cubrir) de los ausentes y además carecía de las convicciones suficientes para hacerlo, en un tiempo donde ya nadie en el mundo alcanzaba esa dignidad. Posteriores, inconsistentes, desganados y sin raíces. Encima, el menemismo ganaba las elecciones de taquito.
Política en la asfixia. La asfixia de la contumacia del 1 a 1, la asfixia de la derrota, la asfixia de la desubicación histórica.
Pero, sin embargo, política.
Cuando se hace la crítica de los 90, hay que tener mucho cuidado con pegotearse a esa asfixia y olvidarse de, justamente, la política. Es fácil pensar que sólo la nada absoluta se oponía al triunfo neoconservador. Que vivíamos bajo los rayos de un gran, gigantesco sol radiante con sonrisa de maniquí importado. Que la política había muerto y que por ello todo el desastre fue posible. Es cierto: ni remotamente había tantos cuerpos y voluntades entregadas a una lucha (como sí en los 70, como también ahora). También es cierto: la revancha monetarista fue muy larga, profunda y feroz. Pero mientras se desarrollaba el proceso que llevó a la peor crisis social y económica de nuestra historia, hubo que inventar. Inventar mucho. Y lo que se inventó –o consolidó– le hizo frente a la intemperie; no había otra red para evitar la caída.
En el centro de las historias concretas de esas resistencias está lo que significaba en ese momento ser una minoría (y fragmentada). Grupos y estigmas clásicos: los estudiantes independientes sin partido como leves inorgánicos (entre ellos: Axel Kicillof e Iván Heyn, igual podrían sucederse los nombres, apuntando a diferentes líneas políticas, en el resto de la enumeración que continúa...), los delincuentes que cortaban la ruta y amasaban la crítica integral a las privatizaciones, los obreros subversivos sin patrón, ladrones al mando de las máquinas, los jóvenes abatidos en el 2001, los que seguían caminado junto a las Madres, nostálgicos a los que sumaron los Hijos, los pobres infelices campesinos y sus movimientos por la tierra, las sospechosas ONG que sí caminaban por el territorio donde nada llegaba, los maestros vagonetas en huelga de hambre, los periodistas de la prensa chiquita, empleando en soledad palabras como neoliberalismo, los parias intelectuales de las academias, ¡los jubilados como sujeto político, elaborando demandas!
¿Cuánto perdura hoy de aquello? ¿Dónde, si no en la ruta, se formó el discurso contra las privatizaciones? ¿Quiénes bancaron a las Madres hasta llegar al histórico acto en la Esma? ¿No eran esos marginales de la fiesta, perdedores, impugnados, los que no entendían el modelo, minorías locas como las viejas locas, los que luego entregaron las palabras para un nuevo sentido común político hegemónico? ¿Por qué el kichnerismo se enarboló a sí mismo, de saque y para arrancar, como lo opuesto de los 90? ¿Con qué palabras lo hizo? ¿Cómo esas palabras recorrieron todo el arco partidario, si lo hicieron?
¿Y cuáles son nuestros gestos para con quienes hoy no están dentro, o están en el borde, de las diferentes variantes del sentido común político que domina? ¿La escucha o la ridiculización?

Publicado en Pausa #99, ahora disponible en los kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.

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