Resonancia magnética, por Santiago Venturini
A los que escriben no les importa saber por qué escriben, y
si alguna vez se lo preguntan no es para buscar una respuesta que los
justifique, sino porque esa pregunta es un pretexto para seguir escribiendo. Un
acto tan poco natural como el de escribir es, para algunos, el más espontáneo
–lo que no quiere decir, por supuesto, que sea el más fácil–. Parado en mi
cocina alquilada me pregunté: ¿qué quiero escribir? Y pensé que esa es otra
pregunta que se responde escribiendo.
Nuestra cabeza es una caja de resonancia en la que se
propaga el eco de todas las cosas. Hablo de algo básico. Salgo de mi casa y a
medida que avanzo hacia el supermercado, la máquina de mi cerebro registra
datos: temperatura, intensidad de la luz, ruidos, movimiento del tráfico, una
mujer que se pintó los labios, chicos hiperactivos con uniformes y mochilas
pesadas como ellos. Así, todos los días: una cámara grabando de manera
constante el reality show de esta parte del mundo. Algunos datos no se borran.
Todavía tengo en la cabeza el sonido de los gorriones frenéticos que me
despertaban en la casa alpina donde crecí: es el ruido común de pájaros
comunes, ya sé, pero es único, o eso me hace creer la grabación de mi mitología
personal.
Cuando ya llevamos tiempo haciendo ese ejercicio automático
de registro, empezamos a superponer datos: la parte de una ciudad nueva nos
hace acordar a otra en la que ya estuvimos, un olor es un día o un año
determinados. Los dobles de personas conocidas son otro ejemplo. Un día creí
que estaba viendo de nuevo a mi abuela, después de una década. Era imposible,
pero estaba ahí, parada del otro de la calle que yo no podía cruzar por el
semáforo. Hacer aparecer muertos es un efecto especial que aprendí de películas
o series que miro. Es lo que más me gusta: de la nada, los muertos entran en
escena y mientras un personaje los mira sin poder creerlo –hay que saber actuar
esa cara– les dicen algo, o simplemente los miran. Como la mamá de Billy
Elliot, que le habla a su hijo en la cocina de su casita inglesa, o el espectro
de Anna, la amiga del protagonista de Mad Men, que aparece a la madrugada en su
oficina para despedirse de él con una valija Samsonite en la mano. Los ejemplos
podrían ser infinitos, y mejores. La señora que vi no era mi abuela, usaba un
saquito de lana parecido al suyo y tenía el mismo corte de pelo. Fue una falla
de mi sistema que por diez segundos hackeó la realidad y me hizo feliz.
Publicada en Pausa #161, miércoles 9 de septiembre de 2015
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Foto: Héctor Bruschini
5 comentarios:
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