miércoles, 1 de julio de 2015

El Polaco (III)

Variopinta, por Federico Coutaz

Por un tiempo, el Polaco no se dejaba ver. No salía ni ante nuestros más crueles y prolongados ataques de cada mediodía pos-escuela. Así que fuimos abandonando las hostilidades, también perdimos el miedo de pasar por la vereda. Nos demorábamos, espiábamos, y tácitamente, la fantasía de entrar cobraba realidad.
Una noche lo decidimos, estábamos al pedo, en la esquina de siempre, la vereda de Don Luca. Desde tiempos remotos había sido el almacén de don Luca, pero entonces, con nueva dueña, se había renovado en “Granja”. El viejo Don Luca pasaba sus tardes sentado en la puerta, entre ausente y vigilante.
Lo intentamos, pero todas las veces abortamos la misión por el cagazo de alguno, con la humillación posterior correspondiente. La vez que corrimos culpa mía Jimena salía de su casa y nos vio.
Después nos olvidamos o nos entretuvimos con otras cosas, como salir a cambiar y robar cajitas de cigarrillos, o sacar todos los focos de los frentes de las casas para armar una “publicidad”. También ensayábamos métodos para jugar gratis a los videos, como los plomitos o el alambre que, si se dominaba la técnica requerida, marcaba noventa y nueve créditos.
Una tarde volvimos al barrio, exitosos. No recuerdo por qué, pero nos sentíamos temerarios. Llegábamos del centro, cruzamos la vía en bici, venía el tren y pasamos antes, como otras veces, pero mucho más cerca, a menos de cien metros, quizás cincuenta. El tren no tuvo tiempo ni de tocar bocina, los ferroviarios nos putearon todo lo que pudieron y, si hubieran podido frenar, nos habrían corrido hasta el fin del mundo
Tomábamos una coca en la granja cuando llegó el Coty. Dijo que el Polaco estaba esperando el colectivo, que él había entrado y que había podido abrir una ventana. El tono era desafiante, no cabía la mínima objeción. Alguien se paró primero, posiblemente Pablo, que nunca tenía miedo.
Primero dimos una vuelta a la manzana, por costumbre, por protocolo; sin hablar, sin mirarnos. El Coty nos miraba alternativamente a todos, sin emitir palabra, como un general repasando sus filas. Una vez en la puerta, entró primero y lo seguimos, era una pieza. En contra de lo que había imaginado tantas veces, ni siquiera miré alrededor, todas mis energías estaban puestas en no quedar como un cagón. Al salir de la pieza en la que sólo vi una cama y un ropero, nos dividimos en las distintas direcciones que ofrecía el pasillo. Germán y yo doblamos a la izquierda, los otros a la derecha, al final del pasillo nos esperaba una puerta, nadie hacía ruido, se escuchaba una radio a volumen bajo que mezclaba dos frecuencias. No estoy seguro si tuve una premonición, o lo soñé, lo cierto es que un paso antes de llegar, supe lo que íbamos a ver. Era la cocina, daba al patio de atrás, la última luz de la tarde entraba de lleno por la ventana, encegueciéndonos y recortando la figura del Polaco, sentado frente a nosotros, con una escopeta en la mano, apoyada en el piso y apuntando al techo.

Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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