martes, 17 de marzo de 2015

Sin choripán no hay fútbol

En el reino de los embutidos, la cancha no duda en consagrar a su majestad: el chorizo.


Es muy difícil encontrar a una persona que se le resista. Tentarse por el olor que despide desde la parrilla es profundizar la intolerancia hacia los vegetarianos y toda la familia anticarnívora. Sus encantos atraviesan todas las capas sociales capaces de describir por el más riguroso de los sociólogos. Escuchar el sonido del pinchazo para medir su cocción en la parrilla es comparable con la explosión de la eyaculación (para algunos, sobre todo los precoces): el líquido que despide y su caída en las brasas es deleitar los oídos y alimento de la ansiedad por llevarse esos 15 centímetros de embutido a la boca.
Foto: Pablo Bertoldi

Observar, oler y escuchar un chorizo en la parrilla es una placentera experiencia que nadie debería perderse en el paso por esta vida. Obviamente que el paso posterior es saborearlo con el sentido del gusto en su grado extremo. El primer mordisco del chori, el ingreso a la boca y el contacto con el paladar justifican estar vivos un día más. Pero todas estas sensaciones son capaces de multiplicarse cuando la vida te besa en la boca con sus labios de choripán.
Ese beso en la boca se puede transformar en amor eterno cuando ese emparedado es saboreado a la salida de la cancha. Y en esa esquina llena de historias también se empieza a escribir un poco de la tuya, cuando con el tiempo empezas a repetir lo que otros vienen repitiendo desde hace décadas: “el choripán de la cancha es único”.

Los que saben
Se acomodan, instalan el carrito, bajan las parrillas, el tacho para mantener el fuego bien prendido, las bolsas de carbón, las herramientas para manipular el carbón, la cuchilla, los tenedores, unos cuchillos, el chimichurri, los potes de mayonesa, mostaza, la lechuga, el tomate, las bolsas de pan y al final el actor principal: las ristras de chorizos.
“Cada uno tiene su lugar, y nos respetamos, nos conocemos casi todos y diría que hasta hay amigos en esto. Son años de venir alrededor de la cancha con el carrito y las parrillas para hacer los choris”, dijo Daniel, un experto en el rubro. Con casi dos décadas de experiencia, sale desde su Barranquitas natal y dos horas antes del inicio del partido ya tiene el fuego prendido, algo de brasas bajo la parrilla y los primeros chorizos que empiezan a tomar otro color. “Me gusta lo que hago, me gano la vida así y con otras changas en la semana, puedo comer todos los días con mi familia sin robarle la plata a nadie”, sonríe cuando termina la frase y después le da lugar a los recuerdos: “es lo que mi viejo y mi tío me dejó”.
Soledad no está sola, sus hijas la acompañan en la tarea, cortan el pan, el tomate, la lechuga, preparan el chimichurri, la mayonesa y gritan “¡Al chori choriiiii!”. “Es un trabajo en familia, estos pesos nos sirven a todas”, afirma la señora que está al frente del negocio del domingo. Colón – Boca es una oportunidad magnífica y doña Soledad lo sabe: “hoy vamos a vender bien, y ojala que gane coloncito así vendemos más todavía”. La hija, atenta a lo que decía la madre, acotó: “me parece que nos vamos a quedar corta vieja, tendríamos que haber comprado más, aunque sea unas cajas más de hamburguesas”, la hermana menor del choripán de la cancha.

La ruta del chori
Daniel y otros miles y miles de “choripaneros y choripaneras” son los herederos que se desparraman en los contornos de los estadios argentinos para que el hincha no abandone jamás ese ritual tan viejo como el fútbol. En la Santa Fe de sabaleros y tatengues, ese rito se desarrolla en lugares sagrados. Sólo por mencionar algunos puestos, en Unión el choripán se lo saborea con ganas en la esquina de Pujato y López y Planes, en Mariano Comas y López y Planes, en la salida de la platea, sobre bulevar, en los puestos que van desde Perón hasta López y Planes. Y obviamente en el estacionamiento frente a la sede y el bar, en ese triángulo de cemento y canteros abandonados.
Los sabaleros reviven este folclore futbolero en las inmediaciones del Cementerio de los Elefantes. La calle Rodriguez Peña, camino a la platea Este, es una invitación al placer de comer un chori, ahí donde se une con Pietranera el humo te envuelve. Avenida J.J. Paso es una tentación de siete cuadras, desde Zavalla hasta 1º de Mayo. Y la misma Zavalla hacia el norte tiene sus clásicos puestos de choripán; mientras que su calle paralela (Freyre) también tiene lo suyo, pasando por la seductora ochava de Jujuy.

Fundamentalismo
Esta cruzada que propone reivindicar a la histórica comida argenta, también alza la voz en contra de todos aquellos que menosprecian y ofenden con sus despectivas bravuconadas la “cultura choripán”. Sin pensar siquiera dos segundos, se atreven a humillar a los concurrentes de un acto político con la repetitiva frase: “van por el choripán”. Error absoluto, el choripán va a la gente, es un seductor nato que con su perfume atrapa a las masas. Y otra cuestión más: si todos irían por el chori, no alcanzarían los parrilleros del país para dar abasto con la demanda. Señores y señoras que sueltan de su boca desdeñosas palabras hacia el choripán y sus fieles, por favor remítanse al más profundo silencio antes de vociferar desde la ignorancia.
La cultura del chori o la “choricultura” está intacta, no hay tiempos ni modas pasajeras que la destruyan. Con chimichurri, mayonesa, tomate, lechuga, mostaza o lo que sea, a gusto del cliente, pero que sea choripán. Después vendrán los fundamentalistas de los alimentos sanos, los detractores del chorizo, los impolutos de la limpieza, los fabuladores de la carne con la que está hecho y todos los empleados de la Agencia Santafesina de Seguridad Alimentaria para desbaratar uno de los rituales gastronómicos-culturales más importantes de la patria argenta.
Para el final comparto un dato duro, que no admite ningún tipo de discusión: el choripán se vende más a la salida de la cancha y es más rico cuando tu equipo ganó.

Publicada en Pausa #149, miércoles 11 de marzo de 2015.
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