viernes, 19 de septiembre de 2014

¡Hechim, visita!

Otro yo mismo, por Mari Hechim

La vida transcurre fuera de la cárcel. Puertas de hierro adentro, es semimuerte. Todo se vive como en un sueño enfermo, que ciñe en impotencia la necesidad de la libertad. Hay algo de desnudo y de obsceno en esa imposibilidad, que reduce a un ser humano a una cosa que se arrastra. Sin embargo, de vez en cuando,  el afuera, en forma de cartas y visitas, hace presente un hálito de lo que quizá nos espera y, por un momento, hay apertura y amor y es fácil erguirse y sonreír.
Las presas comunes saben que cada mañana alguien las ha recordado, y, el día domingo, es cosa de atarearse en ropas bonitas y pintura de labios para recibir al hijo, a la madre, al amigo. Las políticas, mucho menos. Hasta antes del golpe del 24 de marzo una vez por mes llega mi viejo, o los padres de alguien, y se comparten almuerzos, abrazos, noticias. La fiesta posterior, de abrir paquetes y encontrar manjares y libros, es comunitaria y consuela.
Pero los compañeros, que son parte del alma, imposible. Cada organización prohíbe en forma terminante cualquier contacto: el riesgo sería grande. Así, quizá lleguen periódicos reducidos al tamaño de un paquete de cigarrillos, o algún documento. Pero ni cartas, ni visitas, jamás. Hay muy pocas maneras de nombrar ese horror. César Vallejos, que en miles de poemas usa un lenguaje casi hermético, lo manifiesta al decir, en forma inusualmente concisa: “Oh, las cuatro paredes de la celda”.
Por eso, cuando una mañana sale un grito de la guardia, “Hechim, ¡visita!” se me hiela la sangre. ¿Visitas? Si mi viejo estuvo la semana pasada. Si en Mendoza no hay nadie que me conozca. ¿Me sacarán quién sabe para qué? La intriga puede más que el temor y me lanzo hacia adelante, hacia lo que ojalá no sea ominoso, y ya desde la galería la veo paradita junto al portón de la guardia, en el salón de las visitas. Es la Cheli. Me salta el corazón, como quien dice, dentro del pecho. Ahí está, con las manos metidas en el sacón negro, con el largo pelo rubio cayéndole sobre los hombros, la sonrisa temblorosa. El abrazo fue interminable. Pero, cómo, ¿cómo? La tomo de los hombros, “Loca”, le digo. Se ríe: “Dije que era tu prima”. “¿Así nomás? ¿Y los cumpas, cómo te dejaron?”. “No, no”, dice, “nadie sabe”. La alegría nos hace abrazarnos a cada rato, nos decimos mil cosas atolondradas en pocos minutos.
Cuando se va, me quedo feliz de su impetuoso coraje, yendo con ella caminando hacia el portón de salida, abrazadas.

En Pausa #141, miércoles 10 de septiembre de 2014. Pedí tu ejemplar en estos kioscos.

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