viernes, 1 de noviembre de 2013

A dos aguas: Dos planetas azules

Por Fernando Callero

[Capítulo anterior: Sarro]

La primera vez que vi un vaso correr boca abajo por la mesada me pegué flor de susto. Mi vieja me explicó que el aire que le quedaba dentro empujaba por salir y que el agua que se escurría hacia la boca hacía las veces de patín. De allí el efecto de propulsión. Me acuerdo de ese miedo metafísico que me dio, como un miedo raro, parecido al que dan el amor o las canciones cuando recién uno los empieza a sintonizar. Esa siesta en lo de mi viejo me volvió a pasar lo mismo, sólo que sobre una mesada diminuta que dejó al vaso sin piso a los pocos centímetros de empezar a resbalar. Mi viejo es uno de esos tipos que piensan que todo accidente tiene un responsable, por más que el evento se exprese en un verbo impersonal. Para él no existe el “se cayó” o el “se rompió”, y cuando a uno le toca consumir lo último que queda de algo, ese acto se llama “te lo terminaste”, por más que a uno le haya tocado arbitrariamente ese resto en la lotería rusa de la vida gregaria. Bueno. Mi viejo puteó, junté los vidrios y los dejé sobre el tapial mientras buscaba un diario para envolver las astillas. Cuando volví con el papel, los vidrios se habían secado rápido, al sol, y en los pedazos se había depositado una película blanca, como de cal. Juan Carlos, que tiene un ojo de lince, dijo: toda esa porquería se te queda pegada adentro. Voy a empezar a traer agua de Santa Fe. Yo le propuse cargarle bidones en casa y que él los buscase en sus visitas. Es decir, entramos en la rosca híbrida del consumo local del agua. Salada para la ducha y el lavado; de Santa Fe para el mate y la botella de la heladera. Ese problema me daba una chance para poder ayudarlo en algo.
Fronteras. Espacios discriminados por intereses, conciencia, lenguaje y política que no obstante promueven la traducción y el ejercicio del sentido. Eso recuerdo de la semiótica de Tartu. La confrontación de dos lenguas tiende a generar dispositivos, interfaces –nerviosas y otras más artificiales– que aceleran, conforme nos acercamos a su radio más íntimo, textos mestizos. La muerte es el único final que conocemos. O mejor dicho, se nos da experimentar.
El agua y su gobierno. El planeta azul. La imaginación pregnante del mar. Los libros como viejos artefactos marineros, como los faros y las islas. Quién puede precisar los límites del signo desde Hjelmslev. El amasijo de ética, estética y verdad de toda conquista humana. La proyección a Marte contempla el hecho de que si lográramos hidratar y forestar el planeta rojo en unos cientos de años seríamos testigos no sólo de un nuevo mundo para expandir la raza, sino también de una segunda esfera azul en el Sistema Solar.

Publicada en Pausa #124, miércoles 23 de octubre de 2013

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