Por Juan Pascual
Nuestra vida en comunidad tiene diferentes maneras de ser
entendida, según como se la nombre. Cuando nos nombramos como población,
podemos ser medidos, contados, mensurados. La población es lo que emerge cuando
se observa a una comunidad como a un objeto. Con diferentes técnicas nos vamos
revelando a nosotros mismos: somos tantos entre 60 y 70 años, somos tantos los
indigentes, somos tantos con el secundario incompleto, somos tantos los que no
tenemos vivienda. Estos recortes dependen, entonces, de cómo miremos ese
objeto: cómo digamos que somos. Cuesta mucho construir un concepto que permita
vernos, porque cada uno de esos conceptos es, justamente, una decisión
política. Por ejemplo, todavía no existe una cuenta exacta de los femicidios.
¿Por qué? Porque cuesta mucho, todavía, entender que una mujer asesinada por la
violencia machista es un problema de orden político. Es decir: de lo público.
Cuando la población actúa como sujeto lo que se encuentra en
disputa (y en acción) es otra cosa, que solemos llamar pueblo. Como la
población, no es una unidad: muchos pueblos caben en un pueblo. Y se enfrentan
tanto como se concilian. No delibera ni gobierna el pueblo sino “a través de
sus representantes”, aunque a la hora de los bifes o de los derrumbes siempre
esté en las calles, las plazas o sus territorios, con sus propias
organizaciones, liderazgos y tradiciones históricas, demostrando que la política
es mucho más que el Estado y las (sus) instituciones. El pueblo es la población
que habla y demanda: que actúa. Cada dos años tiene la única forma de medición
que ha sabido darse: el voto, que expresa la voluntad popular, dice el lema. En
democracia, las oportunidades del pueblo para constituirse como sujeto son
directamente proporcionales a la ampliación del campo de lo político. Es decir:
de lo público.
Población. Pueblo. Público. Peculiar palabra con doble
sentido. Implica tanto las decisiones que se toman en nombre del estado de la
población (las políticas públicas) como su debate (la esfera pública). En lo
público se da la intersección entre pueblo y población, entonces. Cuando un
tema ingresa a lo público, significa que afecta a la población y que el pueblo
tiene algo que decir y actuar sobre ello (sea o no a través de sus
representantes). Ejecución pública (acción del Estado) y discusión pública
(legislación y debate, desde los medios espectaculares a todas las formas de
intercambio en redes) muestran, en su orientación, de qué modo nos estamos
tratando, tanto en nuestra dimensión de sujetos como de objetos.
Sin embargo, en este planteo falta algo: lo privado.
Aquello que se sustrae respecto de lo público es lo privado.
Aquello sobre lo que el pueblo no delibera ni gobierna. Aquello que analiza y
opera sobre la población con su enorme variedad de técnicas para catalogar
conductas de masa: tantos vemos la tele en tal hora, tantos compramos tal
yogurt, tantos vamos a la cancha a ver el fútbol, tantos gastamos tantos litros
de nafta, y así. Ni pueblo ni población: consumidores, como mucho. Desde lo
privado, las decisiones que se tomen (y que afectan directamente la vida de las
comunidades) no tienen por qué considerar en modo alguno los efectos sobre las
poblaciones y los pueblos. Esas decisiones están sustraídas de su foco. Cuando,
por una ecuación de mayor rentabilidad privada, un chacarero cierra su tambo y
lo sustituye por soja, no tiene por qué pensar en sus efectos en la
desocupación (uno de los modos de medir la población). Cuando una empresa
decide enviar sus fondos al exterior, no tiene por qué preguntar por la opinión
popular al respecto: si bien es moneda nacional, es también dinero privado y
con él se hace lo que se quiere.
En el momento en que lo privado quiere expresar caritativa
bonhomía, aparece una berreta noción que se injertó hasta la médula en los
últimos 20 años: la responsabilidad social, donde “sociedad” denomina lo que al
capital en gana le venga. Llenamos de plomo una napa con nuestra industria
química, pero empleamos muchos discapacitados motores (que nuestra
contaminación ayuda a producir), iupi. Pidiéndole misericordia y humanidad a lo
privado, lo único que puede otorgar es eso: una máscara. No tiene por qué
otorgar una cosa que contradiga su motivo: la
máxima ganancia privada. Porque lo privado se sustrae a lo público. Pero
lo público, en el reverso, es también sede de las pujas y contradicciones de y
entre los privados. O más bien: desde lo privado no hay otra cosa más deseada
que el dominio de lo público.
Alguna vez, públicamente, se adoptó –de modo hegemónico,
consensuado y general: todos los grandes partidos, instituciones y sindicatos
estuvieron en ese baile– un modelo de Estado como el de los 90. Vale recordar
el verdadero numen de ese modelo en su idioma original: law & enforcement.
Ley y vigilancia fortalecida del orden; justicia, policía y norma. Cuando el
Estado tiene que cumplir sólo y apenas con sus funciones de penalizar,
controlar y castigar es porque todo el resto de las cuestiones que afectan a
las poblaciones y sobre las que podrían luchar los pueblos les han sido
privadas por lo privado. Y no sólo hablamos aquí de las empresas públicas
privatizadas, sino también de la “calidad” de la educación y la salud segmentadas
por el desfinanciamiento de una parte y el oneroso pago de otra. Escuelas
despintadas y sin materiales y centros de salud paupérrimos en algunos
territorios y clases; doble escolaridad con idioma incluido y medicina prepaga
en otros. O los servicios públicos: quién recibe agua, cloacas o luz, quién no.
El núcleo del modelo neoliberal es un Estado circunscripto a legislar y
fiscalizar. Un Estado donde prácticamente todo lo que puede ser de pública
posesión es gestionado por lo privado.
Desde esa posición se considera que, inevitablemente, una
empresa privada, por su naturaleza, va a gestionar mejor que el Estado u otra
institución pública. Paralelamente, no habría modo ni manera de que, desde lo
público, se pueda administrar acertadamente nada. Lo público sólo puede dar
marco y control. Esa es la famosa “seguridad jurídica”. Así, el mando
estratégico del Estado sobre la economía –hasta sobre la defensa nacional– se
restringe al mantenimiento de los entes de control, bajo la creencia
suplementaria de que la mejor forma de controlar no es el gestionar propiamente
dicho y de que las empresas privadas no harán nada –de puro bondadosas– por
manejar esos entes hasta con su propio personal. El desguace de los
ferrocarriles, las tarifas de los celulares, el potencial desastre ambiental
minero (o el sencillo expolio de algo que no es ni infinito ni reproducible),
el estancamiento y retroceso de YPF se comprenden desde esta lógica.
La semana pasada se promulgó la ley por la cual el 51% de
las acciones de YPF vuelven a manos de lo público. Nunca en la historia de la
democracia post ‘83 los diputados votaron de forma tan unánime. Se puede odiar
a De Vido, se puede pensar que Kiciloff es un pedante. Es más: Cristina se roba
todo y debe ir presa ya. Pero si con la recuperación de los fondos de las AFJP
se desanudó la peor mafia especulativa y se quebró la principal política de
desfinanciamiento del Estado, con la expropiación de YPF se terminó con la más
central de las dependencias en recursos estratégicos.
Vale sopesar ambas transformaciones. Si bien la nueva ley
sobre YPF toca lo más hondo de los trazos de nuestra nacionalidad, la
importancia de que los fondos de los trabajadores sean hoy manejados por el
Estado y no por la Bolsa quizá no haya sido puesta hasta ahora en su debido
lugar. No sólo se trata de las nuevas políticas de seguridad social, desde la
AUH hasta el plan Conectar Igualdad, o la recomposición de los haberes
jubilatorios. Al momento de la estatización –en plena explosión de la crisis
internacional vigente– gran parte delas acciones de las AFJP se estaban
transfigurando en papeletas sin valor. Además, a partir de la privatización de
esos fondos el Estado quedó con un irreversible agujero, hoy saneado. Por otro
lado, la autoridad pública sobre YPF (que, además, es un enorme conglomerado de
empresas de industria pesada) posiciona al Estado frente al escenario global de
otro modo: a nadie escapa cómo juegan los intereses imperiales respecto de un
insumo tan básico. En este sentido, es notable como la movida anticipó y dejó
sin efecto las negociaciones de Repsol para hacer una venta de acciones a la
petrolera china Sinopec. Una cosa es un conflicto con una empresa privada de
España, que demasiados intereses tiene para cuidar en Argentina (bancos o
telefonía, por ejemplo). Otra cosa es tener que lidiar con el manejo de un
monstruo de la imparable potencia mundial, respecto de la cual tenemos todo
para perder en materia de intercambio comercial.
YPF y AFJP: ambos avances de lo público –junto al retorno de
las paritarias y el fin de la ley Banelco de flexibilización laboral– le
quebraron el espinazo a lo peor de los ’90. La economía se va abriendo a ser
entendida como lo que es, economía política: un problema público que nos afecta
como población y sobre el que luchamos los pueblos. Y hay mucho tema para
discutir por dónde seguir.
Publicada en Pausa #93, miércoles 9 de mayo de 2012
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