sábado, 26 de septiembre de 2015

Anahí

Otro yo mismo, por Mari Hechim

La leyenda del nacimiento de la flor de ceibo recuerda a una joven guaraní que fue quemada viva por los conquistadores. Se cuenta que, habiendo dado muerte a un soldado, fue perseguida, recapturada y sometida a las llamas. La canción que escribiera un correntino relata que, aunque era fea, tenía una voz dulcísima que se prodigaba en canciones sobre su tierra y su tribu. Grande fue el espanto de los españoles cuando vieron que su cuerpo, en vez de ser reducido a cenizas, se iba transformando en un hermoso árbol con ramilletes de flores rojas que evocarían para siempre a aquella brava indiecita.
Nada de esto me importaba demasiado a los once años. Supongo que era la fiesta del 12 de octubre y se llevó a cabo, no en la escuela, sino en Dom Polski. He allí a una jovencita de origen árabe interpretando a una india guaraní en un local polaco. Eso de que era fea y tenía una linda voz se pasó por alto: yo era linda y no cantaba. Yo estaba atada a un árbol con llamas de celofán rojo en los pies, y cantaba un chico de 6º. Mi mamá y mi maestra habían imaginado que la niña podía tener un vestidito desflecado de arpillera teñida de rojo, profusos collares de fideos pintados, y un par de ramas de flores de ceibo que se derramarían sobre mí mientras avanzaba la canción. Se suponía que levantaría lentamente los brazos uniendo mis manos por encima de la cabeza, y se vería la transformación india-árbol.
Estaba por demás feliz. En ese día yo salía dos veces en fiesta. Así se decía: me toca salir en fiesta. Aparte de ser indiecita, iba a participar de un coro organizado por la maestra de música, de contrapunto niños/niñas. Para este número, el atuendo era sobrio: faldita tableada de color azul, blusa blanca y cinta con moño azul en el cuello. Y la canción trataba sobre una moza segoviana que “quiero la alegría más que el reposo”; alegría que se deshace en reclamos sobre una boda que finalmente se acuerda.
¡Y toda aquella gente viendo mi actuación!
Bien, pasar de la falda azul al vestidito rojo era más que excitante. Y qué bien lo hacía, aquellas flores cayendo sobre mi rostro dolido por el fuego que crepitaba a mis pies, mientras Alberto cantaba esa hermosa canción sobre la joven india guaraní. No iba a faltar un balde de agua fría: mi vieja me dijo que parecía que me estaba doliendo una muela, pero mucho no me importó porque, por una vez, me sentí una estrella.

Publicada en Pausa #162, miércoles 23 de septiembre de 2015
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