viernes, 12 de diciembre de 2014

Carrió, un olvido, una negación y un pacto

El radicalismo avanza a un nuevo traspié electoral, con una diversidad de viejos asuntos sin resolver.

Por Juan Pascual

¿Qué es el peronismo?
La reiteración de esa pregunta en los ámbitos universitarios, década tras década, ha hecho de la incógnita un arcano misterioso (que el gran público comparte y vastos segmentos del peronismo también). Los claustros de las humanidades suelen ser vistos como el espacio de lecturas, discusiones y pensamientos muy lejanos de la argamasa de sentido común en la que nadamos a diario; un cenáculo en el que atildados tragalibros discurren sobre ínfimas pelotudeces o ventosas abstracciones. Sin embargo, a través de un lento y persistente goteo en el tiempo, docentes, periodistas y profesionales varios traducen y simplifican esas complicadas controversias argumentativas para la escena mayor. A la inversa, no hay modo de que el pensamiento académico escape a los conceptos corrientes de su época.
Acaso los nombres de Ayn Rand, Friedrich Hayek o Milton Friedman sean poco conocidos; no resulta lo mismo con el oxímoron “Nada de lo que deba ser estatal permanecerá en manos del Estado”. Pues bien, son esos tres pensadores del anarcocapitalismo (el rótulo más adecuado para lo que se dio en llamar neoliberalismo) los que en realidad están hablando a través de la voz de Roberto Dromi, en 1989, cuando con esa frase dio camino a la Reforma del Estado y las privatizaciones del menemismo. Por boca de quienes integran el movimiento feminista podemos escuchar nociones que alguna vez fueran formuladas por Judith Butler o Simone de Beauvoir. Asimismo, cada vez que un tecnofílico se babea frente a algún nuevo salto de las posibilidades de la digitalidad, en verdad está usando palabras ya dichas por Raymond Kurzweil o Vernor Vinge.
Con el peronismo la cuestión es más espesa. Gino Germani, padre del estudio de la sociología en la Universidad de Buenos Aires, lo caratuló como fascismo, en consonancia literal con el Romero bueno, José Luis, que lo opone a la “democracia popular” del radicalismo (una planteo muy sugerente para la actualidad). En su manualcito obligatorio para el primer año universitario, el Breve historia contemporánea de la Argentina, el malogrado hijo de Romero, Luis Alberto, establece que el peronismo, como el nazismo, está regido por el Führerprinzip. Así resuelve de un plumazo las complejidades propias de nociones justicialistas como conducción, lealtad o comunidad organizada. Juan Carlos Portantiero hace una vasta enumeración de rasgos con mala prensa, como caudillismo, patrimonialismo, populismo, corporativismo. Junto a Silvia Sigal, aunque a ella no se la recuerde mucho, Eliseo Verón manifiesta que uno de los fundamentos discursivos del peronismo es que cualquier tipo de significado (o ideología) pueden tener los peronistas mientras se la pueda endosar a algo dicho por Perón, quien automáticamente puede decir cualquier cosa válida mientras sea él quien la diga. También está Carlos Altamirano, que une al peronismo con el cristianismo para explicar a Montoneros. El tema atraviesa a olímpicos como Tulio Halperín Donghi o Javier Auyero –uno excesivamente débil en la condena a los bombardeos de plaza de mayo de 1955, el otro observando el clientelismo sólo al interior del PJ de Buenos Aires– y a profanadores pulp como Juan José Sebreli o Félix Luna, el escritor que quizá más acabadamente expuso el asombro palermitano ante la avanzada arrabalera de 1945.
Como sea, esta burda enumeración no busca calificar los programas de estudio que hegemonizan la academia, ni promover la lectura de la sutileza de Horacio González, el rigor de Alejandro Horowicz o el abnegado detalle de Norberto Galasso (si se quiere pensar el peronismo), ni refutar o sostener las máximas que rezan que el peronismo es incomprensible, o que es un loco (e históricamente pernicioso) fenómeno político único en el mundo, o que es la degeneración que desvió al país hacia al tacho.
No, no, el problema es otro, y está claro desde hace tiempo.
¿Qué es el radicalismo?, esa es la cuestión olvidada.
Sabemos del rol de la patota sindical, pero ¿qué hizo el partido centenario, que asienta sus principios en la Constitución, con los dirigentes civiles que aportó para el sostenimiento de los gobiernos provinciales y municipales durante la última dictadura? Tenemos precisos detalles de la historia del peronismo en el exilio y la resistencia, pero ¿qué lógica republicana llevó a que la UCR se abstuviera de presentarse a elecciones antes de la ley Sáenz Peña pero luego, 46 años después, validara con su presencia sucesivas compulsas electorales con un partido realmente proscripto? Más cerca en el tiempo, es frecuente señalar que en el PJ conviven Kiciloff y Mercier, D’Elía y Reutemann, y otros extremos, pero ¿qué forma tiene la mesa compartida de López Murphy y Moreau, Stubrin y Oscar Aguad, Alfonsín (padre) y De la Rúa, Balbín y Frondizi?
Dicho con todas las letras, si el peronismo es un partido que trata de hacer lo que hacen los partidos (acumular poder y votos, acordar el mayor o menor grado de violencia en las relaciones entre capital y trabajo, ganar elecciones), ¿en base a qué sobrevivió la UCR, que aspira al Estado Nacional pero que desde Alvear, 1922-1928, no concluyó nunca un mandato presidencial?
Son preguntas toscas pero su evidencia es feroz y no tienen mayor expresión académica; los apellidos editoriales ilustres y los conceptos de la teoría política, social o histórica no brotan con tanta facilidad si se busca una respuesta.
El deseo constitutivo de las ciencias sociales contemporáneas argentinas –explicar al peronismo– quizás obró como un obstáculo enorme para nuestro asunto: pensar el radicalismo. La construcción de la historia del radicalismo quedó girando cual satélite alrededor de la incógnita que se sospechó más complicada. Así, el radicalismo no sólo dejó de pensarse a sí mismo sino que además prestó varias de sus cabezas más lúcidas para hacerle el servicio crítico al peronismo. Todavía hoy, como si fuera el principio del siglo XX, la UCR clama por “volver a ser” la representación de la clase media, como si la clase media de hoy fuese la misma que la de ayer y la de anteayer, como si hubiese una sola clase media, como si la clase media de capital y la de las provincias no tuvieran abismos de diferencia. Es más: como si alguna vez hubiera sido tan simple y directamente cierto que “la UCR representa a la clase media”.
No se oficia aquí una crítica al radicalismo, ni al pensamiento universitario dominante sobre el peronismo. No importa eso en lo más mínimo. El intento, más bien, es el de exhibir cuáles son la reglas a partir de las que se producen y circulan los discursos académicos validados sobre los partidos políticos en Argentina y cuáles son los efectos en la relaciones de poder de esos discursos. Sólo así se puede entender por qué una crítica tan continua terminó resultando una contribución y un olvido con esperanza de resguardo devino en un anquilosamiento desesperante.
Porque la negación a enfrentar esas rudas preguntas anteriores, y tantas otras más refinadas, es un elemento fundamental en la absoluta pérdida de brújula que signa al radicalismo en la coyuntura actual. Ahora casi en brazos del macrismo, Elisa Carrió –cada vez más próxima a ser una entidad pura de la videopolítica, un Guido Suller del informativo– es la última cuenta de un larguísimo rosario de tropiezos y berretadas vergonzantes, que han dejado nuevamente a la UCR ante la posibilidad de un tercer puesto en las nacionales. También allí está Sanz, que va y viene entre Macri y Binner, y los acuerdos de Morales y Massa.
Hay quienes dicen que la crisis del radicalismo es el signo más distintivo del proceso que se inicia después del 2001. La disolución del partido, después de la caída de De la Rúa, explicaría mucho más de la Argentina reciente que el ascenso del kirchnerismo. No importa si es así o no: al menos ese señalamiento apunta a romper esa negación imperante en las reglas de producción y circulación de discursos sobre el sistema de partidos.
Para el caso, no vendría mal preguntarse, todavía hoy, qué efectos produjo el Pacto de Olivos, en 1993. Antes de ese pacto, la UCR, sola, había sumado con Angeloz el 36% de los votos. Luego, en el 95, con Massaccesi quedaría en el tercer puesto, con casi el 17%, detrás de la primera interna peronista trasladada a una elección general. En el 99, necesitaría de la Alianza con el Frepaso para llegar al 48% de los votos (con rutilantes derrotas de Fernández Meijide y Pinky en Buenos Aires y la Matanza, en particular, que arrimaron sus buenos millones de votos y con el barniz progre del Chacho Álvarez). Y luego, la debacle: las fracturas en 2003, 2007 y 2011, los guarismos pobrísimos y la absorción de dirigentes por parte del kirchnerismo, Cobos a la cabeza. Y ni siquiera nos adentramos en otros efectos de Olivos, como el quiebre que significó al interior de la UCR esa derrota antes de la batalla, encarnada en la imagen de espaldas del mejor dirigente que diera ese partido durante la democracia reciente, junto al tipo que mejor personificó la continuidad cultural y económica de la dictadura por medios electorales.
2015 está a la vuelta de la esquina y la UCR se parece cada vez más a una fragmentada y flexible red de distritos municipales o departamentales que aporta aparatos y dirigentes a otras fuerzas. El centenario movimiento popular (dos términos hoy aborrecidos pero propios de Alfonsín padre e Yrigoyen) todavía tiene muchas, muchas cuestiones para digerir.

Publicada en Pausa #147. Pedí tu ejemplar en estos kioscos de Santa Fe y Santo Tomé.

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