jueves, 24 de julio de 2014

Yo necesito un gol

Mil mates
Por Fernando Callero

Los mundiales me hacen recodar otros mundiales, pero no los años ni los resultados, sino la temporada de invierno en que suceden. El cielo así como hoy, 5 de julio, en que el equipo argentino derrotó a Bélgica, ingresando de lleno en las semifinales.
No sé nada de fútbol, en todo caso lo básico del juego, pero soy incapaz de armar esas historias tramadas con colores y héroes con que veo fascinarse a tanta gente. Confieso que me da un poco de envidia, una soledad un poco resentida, porque por más que lo intente, el ruido blanco de los partidos me duerme, ese drone ansioso que pone a temblar a todos en las tribunas o frente a la pantalla –algunos por laburo reciben todo el comentario por los auriculares de sus Ipods y teléfonos, la vieja escuela de la transmisión radial– con picos intempestivos de estrés, y levanta en vilo a los cuerpos para después tensarlos como gatos frente a la presa, una laucha que es una porción de victoria, una conversión, la entrada de un balón en el arco: gol.
Entonces ya estoy hablando de fútbol. En cierta forma logré romper la corriente. Voy a jugar un poco con estos temas.
El primer Mundial que recuerdo haber vivido fue el Mundial 78 –el del 74 lo pasé tomando teta–. Yo tenía 6 años y me acuerdo bastante, mucho más que de todos los que siguieron. El equipo estaba conformado por Ardiles, Kempes, el pelilargo goleador que sostuvo impecablemente el 10 en su casaca hasta el final, Pasarella, que era el capitán, Leopoldo Jacinto Luque, que pasó a la historia con un golazo de palomita frente a no sé qué equipo, un tal Gallego, y no sé si algún otro nombre. ¡Ah!, ¡sí!, el conejo Tarantini que tenía una porra redonda de rulos rubios... Bueno, de esos me acuerdo. En casa se empezó a vibrar tarde la victoria, al ingresar a las semifinales, pero yo frecuentaba la casa de mi amigo Juanchi, que eran fanáticos y tenían gorros, banderas y esas trompetas de plástico que hay que saber soplar para que suenen, las primeras vuvuzelas. Con Juanchi picábamos papel de diario en grandes bolsas que salíamos a tirar por las calles del barrio después de cada triunfo de Argentina. ¿Se acuerdan del 6 a 0 a Perú? Dicen que fue comprado. La colecta de pequeñas piezas se volvió de pronto un zafari de caza mayor: la copa del mundo, su redondez de oro encegueciéndonos.  
Pero la gloria vino esa noche en que cayeron mis tías a casa, después de la final contra Holanda. Salimos a la calle, primero caminando con los vecinos hasta el centro. Mi viejo no tenía auto. El mundo se quebraba de emoción. Íbamos todos hacia ningún lugar, girando y gritando una alegría superior a lo que al menos yo podía soportar en mi pecho. Estaba ciego de lágrimas en la capota de una camioneta bordeaux de un conocido, agitando una bandera de Argentina a los balcones de calle Entre Ríos empecinados de gente bien. Y de ellos al cielo de Dios, que en ese momento, sin lugar a dudas, era argentino.

En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.

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