El ministro Boudou ya casi cocinó todo con el Fondo, lanzando guiños repetidos al crédito internacional.
Por Julio C. Gambina (*)
En las últimas semanas fueron variadas las reuniones, formales e informales, de autoridades argentinas con funcionarios del FMI. Entre otros, se destacaron los encuentros con Nicolás Eysaguirre, responsable para el hemisferio occidental del organismo, presente en Buenos Aires en una reunión de corte académico y empresarial, y con Olivier Blanchard, responsable de estudios del Fondo, partícipe de las Jornadas cambiarias y monetarias que anualmente organiza el Banco Central de la República Argentina. Finalmente, en Londres, el ministro de Economía aprovechó la reunión de ministros de finanzas preparatoria para la Cumbre de Presidentes del Grupo de los 20 (G20) –en Pittsburgh, Estados Unidos– para enviar claras señales de normalización de las relaciones con el FMI. En esa ocasión hubo conversaciones con el titular del Fondo, Dominique Strauss Kahn, que se repitieron el martes pasado en Estambul.
FENÓMENO Y ESENCIA. Este es el fenómeno: la Argentina se acerca al Fondo. ¿Es que alguna vez se retiró del organismo internacional? La verdad es que la Argentina nunca se retiró, aunque a fines del 2005 anunció la cancelación anticipada de la deuda por 9.500 millones de dólares que el país mantenía con el organismo, efectiva en enero de 2006, casi en simultáneo con una operación similar realizada por Brasil, del orden de los 15.000 millones de dólares. El default declarado por la Argentina en la última semana del 2001 nunca incluyó las deudas con los organismos internacionales. Así, tanto el FMI como el Banco Mundial y el BID percibieron rigurosamente los pagos entre la cesación de diciembre del 2001 y la renegociación con canje de bonos de mayo del 2005. Nunca el país pagó tanto como en esos años, siendo esa la razón que puso de moda un nuevo verbo: “desendeudar”, curiosa forma de designar la voluntad y acto de pagar las deudas públicas con los acreedores externos, postergando una vez más la deuda interna con millones de personas con derechos sociales, económicos y culturales insatisfechos.
Hay que reconocer, sin embargo, que el discurso público era crítico contra el FMI y que se obstaculizaron las auditorías anuales que el Fondo realiza a sus Estados miembros. Entre 2006 y 2008 se deterioraron las relaciones entre el gobierno de la Argentina y el organismo. Es el tiempo de cambio del clima económico a escala mundial: se pasó del crecimiento a la recesión mundial. En el 2007 estalló la crisis de las hipotecas, explotando la burbuja inmobiliaria y financiera, y en 2008 la debacle de importantes bancos estadounidenses, japoneses y europeos puso en evidencia la crisis financiera y de la industria tradicional en el capitalismo central. La crisis de la economía mundial era un dato de la realidad y hacia fines del 2008 y comienzos del 2009 empezó a hacerse evidente que en la Argentina y en la región latinoamericana también repercutía. Uno de los temas por donde se sintió la crisis recesiva –desaceleración, en la Argentina– fue en los ingresos públicos y en la capacidad de enfrentar los compromisos externos, especialmente para un país sin acceso al crédito internacional, salvo el “solidario” desde Venezuela (en condiciones de mercado, a tasas superiores al 15%).
Argentina no tiene quién la financie a tasas adecuadas en el mundo y para ello necesita retomar relaciones con el FMI: ese es el problema esencial. Actualmente se financia con recursos propios –donde el Estado es el financista de última instancia, vía la Anses– o con superávit público, cada vez más reducido. El país quiere retornar al mercado internacional de crédito y el poder económico mundial le solicita que primero pase por el FMI, que acepte las auditorías correspondientes y que profundice su voluntad por desendeudar, es decir, pagar. ¿A quién? En primer lugar a los acreedores reunidos en el selecto Club de París. Son Estados capitalistas desarrollados con quienes se mantienen deudas impagas desde la dictadura cívico-militar: unos 7.000 millones de dólares. Eso no es todo, porque existen inversores privados a quienes se les debe unos 20.000 millones de dólares –no ingresaron al canje de deuda del 2005–, monto que con los intereses reclamados asciende a 30.000 millones de dólares. No es poco lo que reclama el poder económico para normalizar la situación. Se trata de ofrecer un plan de pago y de someterse al dictamen del FMI que, a no dudar, reiterará su diagnóstico crítico y un paquete de medidas de ajuste: recetas ortodoxas ya aplicadas. El problema es que el gobierno de la Argentina pretende el camino inverso. Primero, acordar con el FMI y, luego, recorrer la senda de la negociación con holdouts –los acreedores que no ingresaron al canje– y el Club de París. Al mismo tiempo solicita indulgencia del Fondo en la auditoria y discreta difusión del dictamen, algo difícil de sostener ante la demanda por transparencia solicitada por el G20 al organismo internacional.
Mientras, el gobierno continúa su política de desendeudamiento vía renegociaciones que suponen la recompra de bonos para aliviar los vencimientos en el corto plazo. Un detalle no menor es que buena parte de la deuda es con el Estado mismo y, por lo tanto, la renegociación es una política al interior del Estado. Son formas de diferir la solución integral del problema estructural que supone el endeudamiento.
DINÁMICA E HISTORIA DE UN VÍNCULO. Las relaciones entre la Argentina y el FMI tienen su historia y su dinámica, en el largo y corto plazo. El país ingresó al FMI e hizo uso de sus servicios desde 1958, en plena época desarrollista, donde la apuesta estaba asentada en el papel de las inversiones externas para la profundización del desarrollo de la industrialización sustitutiva de segunda generación. Ya no sólo se trataba de industria liviana, sino que con la industria del automóvil se apuntaba a la evolución de la siderometalúrgica en gran escala para insertar a la Argentina en la división internacional de la época. Desde entonces fueron varias las crisis y las intervenciones del FMI para sugerir ajustes desde las políticas públicas, un fenómeno generalizado en tiempos de la dictadura, cuando la deuda pública argentina creció en forma deliberada, incluso con la estatización de la deuda privada cuando Domingo Cavallo estuvo al frente del Banco Central.
El endeudamiento se transformó en el gran condicionante de la política económica del país y el FMI en el garante de los inversores internacionales, que privilegiaban la forma líquida contra la materialización de activos físicos, predominantes en tiempos desarrollistas.
La historia de la penetración del capital externo entre 1958 y 2001 está asociada a los condicionantes establecidos por el FMI. Las excepciones fueron dos cortos períodos: entre 1973 y 1975, bajo la gestión de José B. Gelbard, en la tercera presidencia de Perón, y entre fines de 1983 y mediados de 1985, en la gestión de Bernardo Grinspun bajo la administración de Alfonsín. La norma de la dinámica de la relación está hegemonizada por la ortodoxia del ajuste estructural permanente, que en la década del ‘90 se transformó en estándar de política económica para la región latinoamericana bajo la denominación Consenso de Washington (CW).
El CW suponía la aceptación de medidas que apuntaban a la privatización, la apertura de la economía a la producción mundial y la disminución del gasto público social. El FMI fue el instrumento de transmisión de orientaciones de política económica a los gobiernos sujetos al paradigma neoliberal promovido desde el ideal del CW, que debe su nombre a la instalación en la ciudad estadounidense de los organismos del poder económico mundial: el propio gobierno de los Estados Unidos y los organismos internacionales, principalmente, el FMI. En los ‘90 la Argentina subordinó su estrategia a esas orientaciones; de allí las “relaciones carnales” defendidas por Guido Di Tella, el canciller de la gestión Menem. Observar el papel global del FMI, especialmente para la región, hace visible la responsabilidad del organismo en el despliegue de las sucesivas crisis de los ‘80 y ‘90 –en México, Brasil y, finalmente, en la Argentina, tras la larga recesión iniciada en 1998.
Es curioso el reconocido diagnóstico crítico hacia el FMI por su responsabilidad en la gestión de la liberalización del sistema financiero y la promoción de la libre circulación del capital a escala global. Eso llevó al desprestigio del organismo pero, no obstante, en el último tiempo resurgió el fetiche. De la noche a la mañana, existe un reposicionamiento internacional del organismo. ¿A qué se debe?
La crisis mundial puso en evidencia los límites del orden capitalista en vigencia y desató la mayor intervención pública para el salvataje del sistema y de sus emblemáticas empresas transnacionales. Junto a ellas se acudió al rescate de los organismos de promoción de políticas globales, entre ellos el FMI. La instancia que asumió dicha función fue el G20, que en abril del 2009, en Londres, decidió rescatar al capitalismo de la crisis mundial con un fortalecimiento del Fondo, para lo cual le triplicó la capacidad de préstamos y favoreció una ampliación en su capacidad de emisión de Derechos Especiales de Giro. La Argentina es parte del G20 y resultaba una contradicción favorecer el resurgimiento de la entidad y mantener la relación de conflicto. El tránsito a la normalización de esas relaciones está en camino. Las regresivas consecuencias sociales son previsibles.
(*) Profesor titular de Economía Política en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario. Presidente de la FISYP, Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas. Integrante del Comité Directivo de CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
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