lunes, 8 de junio de 2015

El calor y la resaca

Sobre Los cachitos, la novela de Mariano Pagés.


El lector de una novela, a merced de la palabra de otro, se expone a ser colonizado, expuesto, escandalizado o acariciado, según el autor, que va desenvolviendo su historia y su narrativa. Pero en secreto, a solas. De modo que la entrega es abierta y sincera, no hay nada para fingir ni simular porque no hay interlocución. En el encuentro frente a frente, siempre se ejerce una violencia: querer saber qué le está pasando al otro en el momento en que las miradas se cruzan. Porque cuando eso ocurre, cada uno tiene su propia carga, sus creencias, su historia particular. Y esto motiva que, en el ir y venir del diálogo, el aparente atravesamiento del logos distorsione la tersura de la comunicación e inmediatamente surja el malentendido.
Sin embargo, el texto escrito no tiene inocencia. Estoy pensando en la enumeración de los mártires del cristianismo que Saramago dispone en largas páginas, cuya reiteración va trabajando al lector hasta dejarlo exhausto. Procedimiento cuya audacia se remonta a la Biblia y que Roberto Bolaño retoma en 2666 a propósito de los asesinatos de las chicas, humildes maquiladoras, de México. Esa manera de cerrar el libro para atenuar el horror y decirse lo dejo por un tiempo hasta que vuelva la serenidad, es una acción unilateral que el autor no puede impedir. Pero ha ocurrido. Porque ha ocurrido la experiencia. Quizá es por eso que se dice que una buena obra literaria te cambia para siempre.
El escritor Mariano Pagés, autor de Los Cachitos, novela editada por el sello local María Muratore.

Nunca lo volví a leer, pero tengo en la memoria el momento en que Jean Valjean sale del tribunal, donde se juzga a un hombre por el delito por Valjean cometido, con el pelo que en pocos instantes ha encanecido. Yo tenía 11 o 12 años, y, asustada, me fui a leer a la cocina, para sentir el calor de los míos, y ya no pude leer a solas por mucho tiempo.
Los cachitos es una novela así: no te deja soltarla. A partir de un texto que te cuenta la historia de pocos personajes marginales, te toma, te sostiene y te obliga a acciones poco decentes, como comértelo de una sola vez. No es que quieras hacerlo, pero ocurre, a pesar tuyo, porque no respira y no te deja respirar. Ejerce una tiranía no por sutil menos imperativa. No es caótica pero no es ordenada: distintas voces, como en la Comala de Rulfo, se cruzan. No es dramática pero tiene un aliento trágico. No te aplasta como Carver pero hay un deterioro, una sustracción que es peor porque no podés siquiera lamentarte de que las cosas sean como son. Son, simplemente. Es la desnudez del acaecer; porque no hay razones para que las cosas sean como son en el entrevero entre la fantasía y la realidad, del ensueño y la vigilia, del lenguaje y el silencio; no hay sentido.
Quizá por eso a veces la aserción vacila: “o sólo se lo había imaginado”, “le pareció escuchar”, “estaban solos, o al menos, eso creía”. Pero también toma la forma de la certeza, aunque te lleve a estamparte contra el suelo.
El alcohol te encierra y pierde la llave; no te deja ni la ilusión ni el recuerdo de un afuera. Te arranca del mundo sin permitirte el lamento ni la pena. Quedás a la intemperie como un perro abandonado y enfermo. Los personajes dicen que hubo un momento primordial, falta de amor de una madre, un asesinato insensato. Pero, aunque se reiteran como momentos originarios, vos sabés que es falso. Porque la narración es siempre idéntica, está incrustada en el decir pero evade el análisis y la reflexión. Es una cosa, un objeto inerte. Y el recurso procedimental del chorro sin fin de la narración es lo que te ajusta la soga al cuello. La muerte tiene el cariz del accidente, es parte del sueño.
Se dirá que los de afuera presionan para precipitar el acontecimiento, que conspiran contra la salud y el bienestar, pero esto también es falso e inconsistente, porque, como todos sabemos, nadie puede penetrar tu, llamémoslo alma, sin que lo autoricés. Nada, una simple caída hace que el pozo, en su deriva, vaya haciéndose a sí mismo interminable.
Es un mundo donde la infamia tiene éxito: robarle los dientes al abuelo muerto, electrocutar al desprevenido. Fracasa lo que se entiende por “vida”: la paternidad, la amistad, una carta que no se deja leer; no se puede vencer la ley de la gravedad. Los cachitos son despojos, hilachas de humanidad, hebras sueltas, sin tristeza y sin piedad. Sus personajes no son desvalidos. Ahí están, sin esperar a Godot, pero no porque sepan que no existe, sino porque no hay nada que esperar.
La novela no remite a ninguna que deambule por acá. Es única. No tiene encanto; mejor dicho, tiene el encanto de la ferocidad, y por eso es grande.

Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
Pedí tu ejemplar en estos kioscos

No hay comentarios: