lunes, 25 de noviembre de 2013

A dos aguas: Naturaleza

Por Fernando Callero

[Capítulo anterior: Un cañón]

Naturaleza. Una palabra linda, parecida a maleza, que es la parte del pasto que más me emociona. La que despunta salvaje en los terrenos.
El césped me parece una mariconada. Salvo en las canchas, donde funciona para regular el tranco de los deportistas, la gramilla rala y prolija de los parques me deprime. Todos los panes que garpé para mi jardín, mientras construía mi casa, ahora, al cabo de tres años, reventaron en variedades autóctonas mucho más copadas: el cardo azul, de cabo prismático; el diente de león, amarillo y enseguida pompón blanco y volátil; el maicillo, pertinaz y silbador; las flechitas; el abrojo; y al ras de algún clarito, el rojo común de las retamas.
La naturaleza es una idea, un concepto, que como casi todo gran ideal viene a dar cuenta de una destrucción. Sólo lo perdido puede funcionar como valor paradisíaco, igual que la infancia. Así también el agua, cuando pasó de ser el nombre de un elemento para significar un problema.
El agua dulce escasea, sobre todo en el norte, mucho por contaminación y otro tanto por alteraciones climáticas. En España, depende la zona, el agua potable cotiza al igual que cualquier otro producto de consumo.
En la época de los exilios económicos, umbrales del 2000, un mito que se transformó en clásico fue que en los baños de las discotecas no había agua potable y que en la barra una botella chica cotizaba a 10 euros o más. Y no era sólo para especular con la sed sin freno del cluber pastillero, que necesita hidratarse continuamente, sino porque ya el agua había ingresado al repertorio de recursos escasos (como el amor, diría Mario Bunge): una mercadería de lujo.
En esta zona del mundo, el agua todavía sostiene su emporio invisible. El acuífero guaraní “preservado” a la altura del Chaco por un proyecto muy sospechado del ecologista yanqui Douglas Tompkins es un caso paradigmático de control masivo de un recurso. El viajero que llega a Concepción, Corrientes, y quiere aventurarse en los esteros, debe hacer un rodeo enorme para poder ingresar, pagando, por supuesto, una tarifa.
Pero acá nomás, en Santa Fe, el ser del agua y el ser de la ciudad se yuxtaponen. Vivimos sobre uno de los lechos de río más grandes del mundo. Y el agua tiene un signo ambiguo, entre ser un tesoro altamente codiciado y su poder destructivo en épocas de crecida. Con esto se da el amor-odio al agua.
Llueve hace tres días. Tengo miedo.

Publicada en Pausa #126, miércoles 20 de noviembre de 2013

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