El Rejunte Teatro, con Lame vulva, logra risas, llanto,
polémica y reacciones de todo tipo. Hay que atreverse.
Por Sergio Peralta
Hace tiempo la crítica de arte derogó la posibilidad y la
necesidad de la objetividad, dando curso de ley a la explicitación del lugar
desde donde se mira. Hecha la salvedad.
Lame vulva me pasó por el cuerpo, aunque no tengo “eso”. Una
hora espesa en afecciones. Y por la cabeza me pasaron varias cosas… La catarsis
y el dar a leer, entonces, el teatro. Estas líneas van con el envión de invitar
a ver en esta obra algunas cosas, quizá desencontradas. En son de metaforizar,
voy a decir: trataré de hacer un menú que le provoque ganas de ir a comérsela,
esquivando anticipar la digestión y advirtiendo que algunos ponemos aderezos
hasta en la sopa.
Dice uno de los teóricos del arte más citados por el momento
–Jacques Rancière– que tendríamos que esperar de lo artístico la promoción de
un “disenso”. Esto es: una diferencia en lo sensible, un desacuerdo sobre los
datos mismos de la situación, sobre los objetos y sujetos incluidos y sobre los
modos de su inclusión. El más evidente de los disensos de esta obra es dejar en
suspenso el automatismo de entender la “violencia de género” como una cuestión
de hombres sobre mujeres: un resabio del feminismo que asoció género y mujer
con poco pudor crítico. Aquí la violencia, de algún modo inevitable como
sugiere Marcou, se produce entre dos mujeres contra un hombre (o una ficción de
hombre al que reclaman cumpla su guión cultural), y entre las dos mujeres. En
la multidireccionalidad de la violencia mostrada tanto verbal como
corporalmente, creo yo, está la posibilidad de multiplicar las lecturas.
La lectura psicoanalítica de la obra se me antoja demasiado
a la mano. El texto hace uso y abuso de esta clave, en parte mostrando cuán
difundido socialmente está su modo de
analizar la conflictividad interpersonal, en parte parodiando a lo que
el mismo Freud llamó el “psicoanálisis salvaje”. La vulgata psicoanalítica es
útil para herir con altura, como los personajes de esta obra lo saben bien:
excavan en un pasado traumático, interpretan desde el filtro de sus fantasmas,
sacan a relucir lo que la reputación quiere dejar oculto, y etcétera. El
complejo de Edipo puede ser una clave de lectura para interpretar la
triangulación del deseo de Luz, Horacio y Beatriz (los personajes). Se puede
defender la pertinencia de esta narrativa psicoanalítica para contar la obra,
pero a mí –que me persigno ante Judith Butler– se me antoja heterosexista.
Apunto al menos tres versiones de la cuestión edípica por si
quieren ir a observar eso en la obra: 1. Yo deseo lo que el Otro desea, pero
ese tercer objeto pertenece al otro, entonces la prohibición fundamenta mi
deseo; 2. Yo quiero que el Otro me quiera a mí más que al objeto aprobado por
su deseo, no quiero ser el objeto prohibido; 3. Yo quiero ser libre para desear
a quien me está prohibido desear. Con cada uno de estos tres puntos pueden
reorganizar lo que verán y escucharán de modos diferentes. Elijan su propia
aventura.
Aunque me parece que hay otras aventuras.
Pienso, en otro registro, que ese pasaje de Horacio desde la
casa de su madre a la de su concubina, tiene rasgos de lo que Eve Segdwick
llamó homosocialidad, para pensar el homoerotismo entre hombres, el que no
alcanza a quebrantar la heterosexualidad (eso que pasa en el fútbol cuando se
tocan la cola y se dicen cositas, por ejemplo). Esas dos mujeres parecen
funcionar como dos tribus que se ofrendan a Horacio en una ceremonia de
potlatch, en la que la donante-madre y la receptora-concubina se echan en cara
su posición social y compiten por el prestigio de capturar el deseo de Horacio.
En un latente lesbianismo entre madre y concubina está la intención de
configurar a Horacio para que resulte agradable a la adversaria.
En pocas palabras: lo hice y hago para que quieras lo que
hice y hago, y así podamos querernos (“quieras” es aquí intercambiable por
“reconozcas”). A los interesados en las comparaciones les puede resultar
pertinente volver a ver la primera temporada de la serie Vulnerables (1999),
donde Gonzalo Pierna Molina, su novia y su madre Lidia triangulaban similar.
Los cambios energéticos de la puesta en escena (las
aceleraciones, desaceleraciones y apagones) logran mostrar a la vez la tregua y
su imposibilidad. Hay brevísimos ciclos de paz que ocultan la interminable
carrera armamentista de las dos mujeres en guerra, aunque de Horacio también,
porque en ese constante fuego cruzado él gobierna cuanto pueda llegar a
gobernar. Ninguna dominación se permite no brindar algún beneficio.
El director está orquestando todo esto en su puesta en
escena. Hay austeridad en la escenografía, juegos de significación con los
objetos y tres actores que no desaceleran. Vale decir: que no desaceleran
nunca, al punto en que por momentos me pregunté si eso no hace que se diluya cuánto
de buena literatura hay en Lame vulva.
Por lo demás, bueno: qué mala es la violencia, pero qué
omnipresente.
FICHA TÉCNICA
Lame vulva, de Martín Marcou.
Lugar: Teatro Municipal (San Martín 2020)
Grupo: El Rejunte Teatro.
Dirección: Desiderio Ángel Penza.
Actúan: Celeste Barbero, Federico Celario Ocampo, Rosana Da
Silva.
Entrada: $30 generales; $20 descuento para estudiantes,
jubilados y amigos del teatro.
Funciones: sábados de mayo y junio, a las 20 hs.
Publicada en Pausa #94, miércoles 23 de mayo de 2012
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