Por Sebastián Pachoud
“Vivir es un acto egoísta, sobrevivir una ley genética”. De la carne venimos y hacia la carne vamos. La carne es vicio, es pecado, la carne se pudre, es el mal carácter de la mortalidad.
Leo por ahí que toda estética intenta fijar en definiciones lo que considera bello o feo, toda estética constituye una tabla valorativa construida por “un sujeto colectivo que le mira por encima del hombro”. El campesino cría chanchos, el burgués compra cerdos. Al franco-argentino Gaspar Noé (hijo del artista plástico Luis Felipe Noé) le gusta decir que la vida es tremenda, pero que sus películas no dejan de ser caricaturas, meras puestas estéticas. Solo contra todos, su opera prima, es, definitivamente digo yo, una caricatura tremenda del periplo a través del interior del cerebro de un carnicero que ve la vida como un carnicero, como si el caminar por cada pasaje de París fuera un corte y una introducción jugosa y juiciosa por cada cavidad de sus hemisferios nerviosos, una entrada a la cueva urbanizadora de la devastación mental.
La historia comienza con Carne, un cortometraje de Noé hecho unos años antes (carne, en español, es para los franceses sinónimo de carnaza barata). La película sigue con los mismos personajes, tomados un tiempito después, desarrollados con la misma, valga el oxímoron, crudeza descarnada.
En Solo contra todos seremos escuchas, quizás como única banda sonora, de la psicología del personaje principal, del que sabremos todo menos su nombre. Un soliloquio blasfemo, grave y monocorde, apenas salpicado por molestas voces pasajeras, sobre el fracaso, el resentimiento, la abulia y la repugnancia que le genera su vida, la de las personas que lo rodean y de las personas en general, como vos y yo, al parecer todos como él.
La única que sacará pensamientos cuasi tiernos, temerosos y filosos de esa otra maraña, será su hija, internada en una institución estatal y a la que apenas puede ver, pero sí pensar. Y mucho.
Noé no tiene disimulos en denunciar el artificio del cine, de meter el dedo en lo hondo del drama, de romper ejes técnicos, de violentar el relato con cortes abruptos, de remarcar con golpes sonoros, de encuadrar la trama como fotografías granulosas y arruinadas, de pintar el mundo con hepatíticos tonos amarillos y naranjas, de rotular leyendas sentenciosas con avasallantes tipografías, de no hacer, siquiera una vez, ni aunque se lo pida un superior, sonreír al carnicero, y aún así ser el más verosímil de los pesimistas.
Los suburbios de París en el comienzo de los ochenta parecen desiertos. No hay naturaleza, casi no hay sol, como si no hubiera existencia. Pura atmósfera nublada de angustia y asfixia. Cemento, ladrillo, vidrio, acero, cuero. Sólo planos cortos, quietos, rectos, cortantes, paralelas y diagonales, toda arbitrariedad en la arquitectura del destino: sin curvas, no hay magia, sin oscilaciones, no hay escapatoria.
Una vez suelto de la cárcel y de su segundo falso y cautivo maridaje, el carnicero deambulará en soledad, perseguido, desocupado, sin un mango y con un revólver con tres balas, buscando lo único que sabe hacer y que tampoco sabe si quiere encontrar: trabajo de carnicero. Sus antiguos conocidos no lo ayudan, todos dicen, y se ven, estar igual o peor que él, y allí es cuando comienza a sentirse, más que nunca, solo contra todos dentro de ese túnel que se hace cada vez más pesado y oscuro, avanzando casi instintivamente con el espejismo de su hija salándole la libido.
El carnicero se mofa en la moral general y arma su propia moral marginal, su propia ética, sus propios valores, contradictorios y rapaces. La única realidad será su verdad. Una bomba interna que estallará tres veces, al principio, en el primer giro y promete lenta y latente, con un autocebamiento desde sus más profundas y podridas entrañas, ser bien grande al final. La trama se hunde en la resaca de una sombría ronda por las esquinas de una misma cuadra: el tedio de lo cotidiano, la insoportable pulsión sexual y la tensión entre la tragedia de la supervivencia y la muerte, dejando claro que ésta no abre ninguna otra puerta.
Si, como decía Macedonio, la escritura es la sustitución del crimen, el carnicero es la personificación de toda esas vísceras asesinas y suicidas que todos llevamos, dilatándose a punto de reventar.
Gaspar Noé cría cuervos, nosotros nos comemos los ojos.
Sólo contra todos está disponible en la dvdteca del Cine Club Santa Fe.
Publicado en Pausa #83
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