A pocos días de las elecciones del domingo, algunas claves para avizorar el 23 de octubre: el vaivén de los últimos dos años y la importancia de los resultados de 2009.
Por Juan Pascual
La peculiar mixtura de nuevos saberes sobre la cosa pública, de números premonitorios en sus encuestas, con su catarata mediatizada de opiniones en primera, segunda y tercera persona y con esa melaza de colores y música de ringtone del marketing político, a veces aleja del horizonte las referencias precisas.
Durante todo el año hemos visto cómo la atmósfera actual se fue formando. Catamarca, Chubut, Salta, La Rioja, Neuquén, Misiones y Tierra del Fuego alzaron la exultante voz del kirchnerismo dándole forma a la estrategia de “los invencibles”, si bien todas esas provincias sumadas representan apenas el 10% de los votos nacionales. Santa Fe, Capital Federal y, de cierto modo, Córdoba –donde el ganador, José Manuel De la Sota, provincializó su propuesta y el oficialismo nacional no tuvo candidato propio– abrieron el espacio para el entusiasmo de quienes buscan finalizar el ciclo que comenzara en 2003, ya que esos distritos conjugan el 25% de los votos nacionales. El ruido y los arrebatos en los espacios de opinión pública, entonces, tienen todos los motivos posibles para llegar a ensordecer. El punto es encontrar dónde hacer pie en esa tempestad de símbolos. ¿Cuál es el último dato duro válido para esta elección presidencial? El resultado electoral de 2007 no parece firme: demasiado pasó en el camino. ¿Y las legislativas de 2009?
A pesar de su naturaleza distinta –elegir diputados es más un acto más libre del gusto y más desligado de sus efectos que el elegir presidente–, fue un momento donde el voto oficialista y las preferencias por las distintas vertientes de la oposición se concentraron. Una dinámica centrífuga que por sí sola regulará el tiempo desde las primarias hasta las generales de octubre. Y, además, fue el único momento electoral posterior y determinado por el mapa político, social y mediático resultante de los meses de lock out rural.
Descontando la elección de 2003, el 28 de junio de 2009 el oficialismo hizo su peor número, cuando apenas arañó el 31% de los votos a nivel nacional. Habían puesto todas las fichas en la elección bonaerense; Néstor Kirchner cayó derrotado por Francisco De Narváez. El Acuerdo Cívico y Social –que juntaba en una misma foto a Alfonsín, Stolbizer y Carrió, hoy en tres espacios diferentes– también arañó el 31%, mientras que el PRO junto al PJ duhaldista llegó casi al 19%. Nunca el oficialismo levantó mayores rechazos, nunca la oposición obtuvo más apoyo. Son puntos de partida.
La frase se instaló: el 70% del país rechazaba al oficialismo. Cosas que se escuchaban en bocas electrónicas y humanas: renuncia, fin de ciclo, vetocracia, agrodiputados, nuevo Congreso. La oposición se entusiasmó, vio en esa cifra una ola para surfear. Y quizá el dato era otro, tan obvio como puesto en la penumbra.
Tras más de cien días de protestas en las rutas y en medio de una sequía histórica que afectó el 90% del territorio, una pésima gestión de salud frente a la Gripe A que se tradujo en más de 140 muertos, un contexto de crisis, retracción y recesión internacional que afectó directamente las exportaciones y una reconfiguración total de los discursos periodísticos –polarizados y radicalizados en sus posiciones– el oficialismo llegó al 30% de los votos. Es decir: en el peor de los escenarios posibles, el gobierno tenía un núcleo duro y cristalizado de apoyos, que ya en ese entonces se encontraba a menos de 10 puntos de zafar de un hipotético balotaje futuro.
En ese entonces y ahora, las críticas públicas al gobierno por la gestión de los fondos del Estado fueron muchas, también las operaciones. Lo que en un momento fue el empuje generativo de ese 30% del 2009, una particular y asumida épica de la posibilidad, también fue señalado en varias de sus prácticas como rapaz, confrontativa “soberbia K”, la mayor cantidad de veces con las mismas formas y similares excesos. Como oferta de otra gobernabilidad diferente, en demasiadas ocasiones se escucharon comparaciones internacionales con los países “serios” de la región, afirmaciones que se borronean entre el deseo, la vaguedad o la lejanía.
Desde las elecciones de 2009 a las que acontecerán este domingo el oficialismo jugó fuerte a endurecer su núcleo y a ampliar sus apoyos a partir de gestión concreta de gobierno. Para hacerlo pivoteó sobre las incapacidades y resquebrajamientos del grupo opositor, que encauzó su ola en un reality legislativo. El Grupo A copó horas del tiempo informativo y, por su lado, el gobierno se hizo gestor: fútbol gratis por TV, ley de servicios de comunicación audiovisual, asignaciones por hijo y por embarazo, ley de matrimonio igualitario fueron puro provecho. La gaffe de las reservas, Redrado y Marcó del Pont, junto al fallido en la aprobación del presupuesto, pura pérdida de la oposición. La demanda por el 82% móvil quedó como apósito respecto a la dimensión general que fue cobrando con el tiempo la estatización de las AFJP. El viento de la crisis internacional de 2009 fue sobrepasado como un leve temblor y ya. Retornaron y se mejoraron las tasas previas de crecimiento, ocupación y consumo. En el medio, los festejos del Bicentenario y el funeral de Néstor Kirchner conjugaron la acción de masas y la complejidad simbólica, palabras con espesor y emotividad en toda la gama de tonos.
Fortalecer el núcleo, crecer un 10%, observar al bloque opositor en su deshilacharse. Bajo los objetivos del oficialismo, la elección Santa Fe se revela como un aumento del volumen electoral del gobierno desde el 9% de 2009 a un piso del 22% o el 34%, según el candidato que se elija y sin pensar en el voto cruzado (del que antes de su acontecer sólo se puede elucubrar). Lo mismo sucede en Capital Federal: 11% para una fórmula de urgencia del oficialismo nacional en 2009; 35% para un candidato expresamente apoyado por la presidenta en la segunda vuelta de este año. Y desde siempre hubo voto cruzado entre Macri y el kirchnerismo. Córdoba, por su parte, es una incógnita –De la Sota olisqueará hasta octubre– cuyos datos son dos: en 2009 el kirchnerismo obtuvo magrísimos 150 mil votos (el 9% de una provincia que provee el 8% de los votos) y el PJ –oficialismo provincial– cayó ante la UCR y el juecismo, reuniendo apenas el 25% de los votos; en la elección a gobernador del pasado domingo
Juez no varió en mucho su caudal, la UCR cayó pesadamente con Aguad y De la Sota llegó al 40% aproximado del electorado.
En la instancia final, las candidaturas nacionales de la oposición se dividieron al máximo posible. Eso abrió a cruces y apoyos que a veces desorientan. Todo lo opuesto a lo sucedido en 2009.
Sólo el resultado del domingo 14 a la noche tendrá el veredicto. Mirar hacia el 2009 dará la última clave de la modificación: el resultado de la provincia de Buenos Aires. Con los números puestos, comenzará el baile de los corrimientos y los augures: si bien determinante, esta contienda no es la última.
Los días hasta el 23 de octubre son muchos y la serie policial y habitacional iniciada en Formosa y consolidada en el Indoamericano parece borbotear con cierta regularidad. Su efecto en votos todavía es desconocido, aunque analizar esos hechos desde esa perspectiva es una frivolidad. Antes que una variable electoral, la casa propia y las policías territoriales representan dos de los últimos escalones para salir del 2001, un piso de necesidades que ya quedó diez años atrás, ahora recubierto por toda otra serie nueva de demandas posteriores y de segundo orden respecto de lo que fue aquella proyección en la vida profana y concreta de una infinita y eterna existencia en la pobreza. La combinación de respuestas para ambas realidades y la fortaleza frente a la recesión internacional serán la medida de los días que ya están llegando.
Publicado en Pausa #80, fresquito a la venta en los kioscos de SF
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