Otro yo mismo, por Mari Hechim
Doña Irene y don Pepe vivían en una casa de enfrente y
tenían una pequeña panadería.
La calle en la que yo vivía era una gran casa. Sobre todo
las que rodeaban la mía, que estaba a mitad de la cuadra. Era el 4559 de 9 de
Julio, entre Pedro Ferré y Díaz Colodrero. Los chicos entrábamos y salíamos de
cada casa vecina como si se tratara de la nuestra propia. Los de al lado a la
izquierda tenían un par de bebés y la
Porota , su madre, no tenía un gusto especial por mantener los
pisos relucientes y los muebles sin polvo, lo cual no significaba demasiado
para nosotros. Al lado de ellos, vivían dos mujeres, madre e hija. La mayor era
una señora voluminosa y enérgica, ella sí una apasionada de la limpieza, y la
menor era profesora de matemática en una escuela católica y le decíamos la Señorita. Según
sabíamos, ella nunca había tenido novio porque, al parecer, su señora mamá era
soltera y no se lo permitió nunca. A mí me encantaba sentarme en el umbral de
su casa las nochecitas de verano, y conversar con ellas.
En cambio, los de la cuadra de enfrente eran otro mundo. Y
ni qué decir de quienes vivían cruzando las esquinas. Posiblemente la mayor
cercanía con quienes vivían a la izquierda de mi casa provenía del hecho de
que, siguiendo por ese lado, te acercabas a la casa de la tía Maruca, que vivía
enfrente, y de la abuela paterna, la abuela Zakía, que vivía un poco más allá,
con su hija Nelly y sus numerosos hijos, mis primos.
Todos los días, al levantarnos, mamá nos mandaba a hacer las
compras del día. A mí me gustaba ir a la panadería de enfrente, a comprar un
kilo de pan y cinco de bizcochos. Yo salía corriendo, porque me gustaba, y al
ir cruzando me alcanzaba la voz de la vieja: “Traete algunas galletitas y no
corrás”.
Doña Irene era una señora rubia de ojos claros, un poco
inclinada hacia adelante, mirando como al suelo todo el tiempo. La Señorita había dicho que
el panadero no era trigo limpio, moviendo la cabeza de lado a lado con pesar.
Él nunca estaba cuando yo iba de compras. Pero a la tardecita, solía salir a la
vereda con su gran panza –salía en camiseta en verano– y su vaso de cerveza, y
se sentaba en una silla bajita y de vez en cuando reclamaba a los gritos otro
vaso, a su mujer. Ella aparecía enseguidita con otro vaso con el líquido
dorado, y se volvía para adentro en un santiamén.
Hasta que empezamos a escuchar los gritos. Ocurrían de
noche, y fueron creciendo en frecuencia en poco tiempo. Mi madre se acercaba
sigilosamente a la ventana, entreabría apenas la persiana, y miraba a través
hacia la panadería y no veía nada. Y a nosotros nos sacaba carpiendo de allí.
“Tendríamos que hacer algo”, decía, y retorcía las manos estrujando el delantal
de cocina.Mi papá la abrazaba y mascullaba las cosas horribles que él podría
hacerle al hijo de puta. Y noche tras noche, el griterío no se hacía hábito y
causaba terror.
Cierta vez, más temprano que de costumbre, se oyó un grito
tremendo que atravesó la tarde como un rayo. Pero era la voz de un hombre, no
de doña Irene. Igual causó un estremecimiento generalizado, que hizo que todos
saliéramos a la puerta, para ver de qué se trataba. Furtivamente, como una
rata, salió doña Irene de la panadería, llorando, y se dirigió sin mirar a
nadie a la casa de una amiga que vivía al lado, doña Kuki.
Después supimos la historia. Doña Irene está planchando, con
esas planchas de hierro de antes, pesadas, que debías controlar para que no se
recalentaran, y viene este marido que tiene y se pone a gritarle, mal, que no
sé qué no compraste cerveza, y se da vuelta y ella agarra y le estampa la
plancha en la espalda desnuda, un rato demasiado largo para el espanto de él,
que sale corriendo al baño. Y ella se entristece tanto de verse haciendo
semejante cosa, que la tristeza la aniquila. También sospecho que salió
llorando porque el olor de piel humana quemada no es como aroma de jazmines. Él
no volvió a pegarle nunca más.
Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
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