Variopinta, por Federico Coutaz
En el barrio algunos decían que el Polaco había estado en la guerra, otros decían que no. Mi abuela me contó que vivía en esa casa desde hacía muchos años, que había tenido hijos y mujer pero lo habían abandonado por violento y miserable.
En ese tiempo, empezábamos a conocer los placeres de
vagabundear, hacer maldades y asumir
pequeños peligros, como robar boludeces, colgarnos de los trenes o hacernos
perseguir. Los sábados a la mañana íbamos a la peatonal. Sólo por ese día
íbamos bañados y en colectivo, aunque al menos un tercio del grupo no pagaba el
boleto, Pancho no pagó jamás.
Una de esas veces subió el Polaco, se sentó y cada tanto
giraba la cabeza y nos tiraba una mirada filosa. Se bajó en el centro, nos
bajamos atrás. Lo seguimos un par de cuadras hasta que se volvió sobre
nosotros, corrimos. Supongo que alguno lo provocó. Lo cierto es que para mí fue
una mierda, sólo quería seguirlo, lo hubiera seguido todo el día.
En verano deambulábamos hasta tarde. Con Carlitos y el Fede
pasábamos una y otra vez por la vereda del Polaco. Disfrutábamos, morbosos, del
cagazo. Del lado de la calle había dos grandes matorrales de plantas altas y
arbustos. El Coty había contado que una tarde de invierno, cuando ya estaba
oscuro, el Polaco le salió de entre las plantas y lo agarró del brazo, que él
había tironeado y logrado zafar.
En un momento, la figura del Polaco y sobre todo su casa me
despertaban una intriga insoportable. Pasaba tiempo imaginando su pasado, su
vida ahí adentro, sus secretos. Fantaseaba, al borde del terror, con entrar
cuando no estuviera y revisar todo: cajones, fotos, papeles, cuadernos.
Seguramente compartí la idea con el resto, o puede que se le haya ocurrido a
otro, al Coty, cuya fantasía estaba más
orientada a buscar y robar todo lo que se pudiera vender, empezando por el
televisor color.
Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
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