Mucho había sufrido en la vida a causa de sus reiterados
fracasos, así que ahora, cuando se demostraba a si mismo que había logrado
acallar para siempre los reproches que lo atormentaron largos años con un
trabajo perfecto, sonrió satisfecho y salió a la calle. Estaba dispuesto a
seguir con su diaria rutina como si nada lo hubiera sacado de escuadra, sin
heridas, sin fisuras, con buenos cimientos. Por ahora él seguiría siendo para
los demás el que siempre fue, un estropajo, pero en su fuero íntimo el secreto
de su liberación lo hacía fuerte. En el volquete de la esquina dejó caer dos
grandes bolsas de residuos –las últimas– y sin más siguió camino a La Colmena , la industriosa
empresa donde los iguales no sólo no daban nada por él sino que lo tenían como
al mayor de todos los zánganos. Sin embargo él siempre había sido el primero
para controlar el ingreso y egreso de los otros. Entonces era como Cronos, el
Dios del cuaderno para la firma, la ficha y el reloj, mientras despaciosamente
bebía su taza de café. Entonces, uno de dos que coincidieron esa misma mañana
en la ventanilla dijo al pasar: “¿Viste que encontraron una pierna en el
basural?”. Entonces sus manos temblaron y el café salpicó el cuaderno, y una
mancha oscura imprimió su camisa, el pantalón, la corbata. Sus compañeros de La Colmena cruzaron una
mirada comprensiva y él entendió que para ellos nunca dejaría de ser el torpe
de siempre, el zángano mayor.
Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
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