Sobre Los cachitos, la novela de Mariano Pagés.
Por Mari Hechim
El lector de una novela, a merced de la palabra de otro, se
expone a ser colonizado, expuesto, escandalizado o acariciado, según el autor,
que va desenvolviendo su historia y su narrativa. Pero en secreto, a solas. De
modo que la entrega es abierta y sincera, no hay nada para fingir ni simular
porque no hay interlocución. En el encuentro frente a frente, siempre se ejerce
una violencia: querer saber qué le está pasando al otro en el momento en que
las miradas se cruzan. Porque cuando eso ocurre, cada uno tiene su propia
carga, sus creencias, su historia particular. Y esto motiva que, en el ir y
venir del diálogo, el aparente atravesamiento del logos distorsione la tersura
de la comunicación e inmediatamente surja el malentendido.
Sin embargo, el texto escrito no tiene inocencia. Estoy
pensando en la enumeración de los mártires del cristianismo que Saramago
dispone en largas páginas, cuya reiteración va trabajando al lector hasta
dejarlo exhausto. Procedimiento cuya audacia se remonta a la Biblia y que Roberto Bolaño
retoma en 2666 a propósito de los asesinatos de las chicas, humildes
maquiladoras, de México. Esa manera de cerrar el libro para atenuar el horror y
decirse lo dejo por un tiempo hasta que vuelva la serenidad, es una acción
unilateral que el autor no puede impedir. Pero ha ocurrido. Porque ha ocurrido
la experiencia. Quizá es por eso que se dice que una buena obra literaria te
cambia para siempre.
El escritor Mariano Pagés, autor de Los Cachitos, novela editada por el sello local María Muratore.
Nunca lo volví a leer, pero tengo en la memoria el momento
en que Jean Valjean sale del tribunal, donde se juzga a un hombre por el delito
por Valjean cometido, con el pelo que en pocos instantes ha encanecido. Yo
tenía 11 o 12 años, y, asustada, me fui a leer a la cocina, para sentir el
calor de los míos, y ya no pude leer a solas por mucho tiempo.
Los cachitos es una novela así: no te deja soltarla. A
partir de un texto que te cuenta la historia de pocos personajes marginales, te
toma, te sostiene y te obliga a acciones poco decentes, como comértelo de una
sola vez. No es que quieras hacerlo, pero ocurre, a pesar tuyo, porque no
respira y no te deja respirar. Ejerce una tiranía no por sutil menos
imperativa. No es caótica pero no es ordenada: distintas voces, como en la Comala de Rulfo, se cruzan.
No es dramática pero tiene un aliento trágico. No te aplasta como Carver pero
hay un deterioro, una sustracción que es peor porque no podés siquiera
lamentarte de que las cosas sean como son. Son, simplemente. Es la desnudez del
acaecer; porque no hay razones para que las cosas sean como son en el entrevero
entre la fantasía y la realidad, del ensueño y la vigilia, del lenguaje y el
silencio; no hay sentido.
Quizá por eso a veces la aserción vacila: “o sólo se lo
había imaginado”, “le pareció escuchar”, “estaban solos, o al menos, eso
creía”. Pero también toma la forma de la certeza, aunque te lleve a estamparte
contra el suelo.
El alcohol te encierra y pierde la llave; no te deja ni la
ilusión ni el recuerdo de un afuera. Te arranca del mundo sin permitirte el
lamento ni la pena. Quedás a la intemperie como un perro abandonado y enfermo.
Los personajes dicen que hubo un momento primordial, falta de amor de una
madre, un asesinato insensato. Pero, aunque se reiteran como momentos
originarios, vos sabés que es falso. Porque la narración es siempre idéntica,
está incrustada en el decir pero evade el análisis y la reflexión. Es una cosa,
un objeto inerte. Y el recurso procedimental del chorro sin fin de la narración
es lo que te ajusta la soga al cuello. La muerte tiene el cariz del accidente,
es parte del sueño.
Se dirá que los de afuera presionan para precipitar el
acontecimiento, que conspiran contra la salud y el bienestar, pero esto también
es falso e inconsistente, porque, como todos sabemos, nadie puede penetrar tu,
llamémoslo alma, sin que lo autoricés. Nada, una simple caída hace que el pozo,
en su deriva, vaya haciéndose a sí mismo interminable.
Es un mundo donde la infamia tiene éxito: robarle los
dientes al abuelo muerto, electrocutar al desprevenido. Fracasa lo que se
entiende por “vida”: la paternidad, la amistad, una carta que no se deja leer;
no se puede vencer la ley de la gravedad. Los cachitos son despojos, hilachas
de humanidad, hebras sueltas, sin tristeza y sin piedad. Sus personajes no son
desvalidos. Ahí están, sin esperar a Godot, pero no porque sepan que no existe,
sino porque no hay nada que esperar.
La novela no remite a ninguna que deambule por acá. Es
única. No tiene encanto; mejor dicho, tiene el encanto de la ferocidad, y por
eso es grande.
Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
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