Médula, por Fernando Callero
Unos amigos juegan al fútbol en un playón de cemento. Es un
fútbol imposible porque los jugadores son cientos al punto de no distinguirse
los equipos. A cada recomienzo del juego empiezan a girar como un malón
enloquecido levantando polvo que al segundo los transforma en invisibles. Yo
también soy chico, 13 o 14 años, y permanezco en un costado de la cancha
tratando de descifrar ese orden loco. No sé por qué intuyo que algo tiene que
ver con las líneas blancas del límite de la cancha que se marcan, por única vez
e inútilmente, al principio de cada juego, con una mezcla de abundante harina
con agua que unos ayudantes preparan en viejas latas de dulce de batata.
Yo pienso muy fuerte en uno de los chicos que juegan, me
quema el corazón cuando lo adivino cruzar cubierto de polvo como esos dioses
que aparecen en la Ilíada
envueltos en una nube. Hay en ese mundo una forma de hacer votos por un equipo
o un jugador y es preparando la pasta blanca para marcar los límites de la
cancha. Supongo su lógica: el que trae la pasta tiene derecho a una revancha.
Me retiro del tumulto, veo otras partes del club que antes permanecían apenas
en la imaginación. Hay chicos sentados en gradas con sus bolsos, charlando,
preparándose para su turno o poniendo a secar las medias sobre los botines. La
cuestión es que reconozco a un amigo mayor, quiere decir que ahora yo también
soy más grande, y le pregunto la fórmula de la pasta blanca.
—¿Te vas a poner a entrenar? —me dice.
—No, quiero hacer un voto por un equipo.
—Ok.
Entonces me la explica.
Salgo a la calle en busca de los materiales. Me pierdo en
calzoncillos por el barrio donde nací. Debo tener 6 o menos porque ir así no me
avergüenza para nada. Retiro un pollo frito que mamá encargó a unas vecinas que
cocinan en la calle en ollas de hierro con grasa y llego a casa con el pollo
trasparentando el papel estraza gris agarrado del piolín.
Publicada en Pausa #149, miércoles 11 de marzo de 2015.
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