Por Juan Manuel Fernández
Antes de jugar la final con Alemania ya estoy satisfecho con
este Mundial. Por supuesto que quiero ser campeón y si eso no ocurre –escribo
antes del partido– seguramente tronará mi garganta en un rosario de
maldiciones. Pero, mientras tanto, tipeo con la paz de haber resucitado en este
campeonato lo que no había podido desenterrar durante más de dos décadas: la
dicha de salir a la calle para mezclarme con mis hermanos, sin distinciones, en
un festival fraterno de felicidad y celebración por la celeste y blanca.
En el 86 tenía 11 años, suficientes para vivir el Mundial de
México a cada momento, en todos los lugares: cambiando figus en la escuela o
pateando en el potrero. Pero las mejores imágenes que perduran en mi memoria
son las de los festejos que compartí con mis viejos y mis hermanos, saltando y
cantando a la vera de un río albiceleste de autos, banderas, gorros y camisetas
que pasaba por Bulevar Pellegrini cada vez que superábamos una fase del torneo.
Entonces supe que los argentinos éramos grandes en el fútbol
mundial. Y que ya vendrían nuevos títulos para empatar y superar a Brasil, que
lideraba la historia con tres.
Pasaron cuatro años –de los de antes, esos interminables
almanaques de la infancia que parecían vidas completas– y en Italia 90 yo ya estaba
en la secundaria, pero con el orgullo fresco del 86. De la mano de los
resultados, la pasión por los colores volvió a impulsarme a las calles, esta
vez junto a los nuevos compañeros. De la final perdida casi no tengo recuerdo,
pero sí de la juerga tras la victoria contra los brasileños y una postal
inverosímil: saltábamos y cantábamos por el cantero central del bulevar hasta
que en un momento apareció entre la multitud la caravana del Circo de Vostok,
más brazuca que la caipirinha, que fue el blanco de todas las cargadas.
Sin pena ni gloria pasaron los siguientes cinco mundiales. Y
sin festejos, claro. Hasta que Brasil 2014 me encontró casi con cuarenta
pirulos y al frente de una familia.
Fue Ciro, mi hijo de dos años y medio, quien me metió
nuevamente el cosquilleo en el pecho. La carita pintada de celeste y blanco y
el primer canturreo nacional: “Vamos vamos Argentina…”.
Al pasar octavos y escuchar los bocinazos a lo lejos me
prometí que si quebrábamos la maldición de cuartos lo llevaría a su primer
festejo mundialista. Así fue. Y la emoción volvió a inundarme la mirada
mientras agitábamos nuestra bandera, la familia junta –esta vez, la mía–
cantando, saltando, paseando nuestro orgullo celeste y blanco por las calles.
La alegría en miles de caritas pintadas, la felicidad
colectiva desbordando calles y avenidas, la comunión de un pueblo que borra
todas las diferencias para celebrar la fortuna deportiva. Esa es la Argentina con la que me
reencontré. Ese será el recuerdo que guardaré de este inolvidable Mundial.
Foto: Bárbara Favant
Foto: Bárbara Favant
En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.
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