viernes, 18 de julio de 2014

La alegría de festejar

Por Juan Manuel Fernández

Antes de jugar la final con Alemania ya estoy satisfecho con este Mundial. Por supuesto que quiero ser campeón y si eso no ocurre –escribo antes del partido– seguramente tronará mi garganta en un rosario de maldiciones. Pero, mientras tanto, tipeo con la paz de haber resucitado en este campeonato lo que no había podido desenterrar durante más de dos décadas: la dicha de salir a la calle para mezclarme con mis hermanos, sin distinciones, en un festival fraterno de felicidad y celebración por la celeste y blanca.
En el 86 tenía 11 años, suficientes para vivir el Mundial de México a cada momento, en todos los lugares: cambiando figus en la escuela o pateando en el potrero. Pero las mejores imágenes que perduran en mi memoria son las de los festejos que compartí con mis viejos y mis hermanos, saltando y cantando a la vera de un río albiceleste de autos, banderas, gorros y camisetas que pasaba por Bulevar Pellegrini cada vez que superábamos una fase del torneo.
Entonces supe que los argentinos éramos grandes en el fútbol mundial. Y que ya vendrían nuevos títulos para empatar y superar a Brasil, que lideraba la historia con tres.
Pasaron cuatro años –de los de antes, esos interminables almanaques de la infancia que parecían vidas completas– y en Italia 90 yo ya estaba en la secundaria, pero con el orgullo fresco del 86. De la mano de los resultados, la pasión por los colores volvió a impulsarme a las calles, esta vez junto a los nuevos compañeros. De la final perdida casi no tengo recuerdo, pero sí de la juerga tras la victoria contra los brasileños y una postal inverosímil: saltábamos y cantábamos por el cantero central del bulevar hasta que en un momento apareció entre la multitud la caravana del Circo de Vostok, más brazuca que la caipirinha, que fue el blanco de todas las cargadas.
Sin pena ni gloria pasaron los siguientes cinco mundiales. Y sin festejos, claro. Hasta que Brasil 2014 me encontró casi con cuarenta pirulos y al frente de una familia.
Fue Ciro, mi hijo de dos años y medio, quien me metió nuevamente el cosquilleo en el pecho. La carita pintada de celeste y blanco y el primer canturreo nacional: “Vamos vamos Argentina…”.
Al pasar octavos y escuchar los bocinazos a lo lejos me prometí que si quebrábamos la maldición de cuartos lo llevaría a su primer festejo mundialista. Así fue. Y la emoción volvió a inundarme la mirada mientras agitábamos nuestra bandera, la familia junta –esta vez, la mía– cantando, saltando, paseando nuestro orgullo celeste y blanco por las calles.
La alegría en miles de caritas pintadas, la felicidad colectiva desbordando calles y avenidas, la comunión de un pueblo que borra todas las diferencias para celebrar la fortuna deportiva. Esa es la Argentina con la que me reencontré. Ese será el recuerdo que guardaré de este inolvidable Mundial.

Foto: Bárbara Favant

En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.

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