Otro yo mismo, por Mari Hechim
Siempre tuve una admiración casi feroz por la gente que
tiene elegancia y la lleva con disciplicencia y gracia, como si hubieran nacido
sabiendo que la vida va a ser siempre luminosa y ligera. Este sentimiento
adviene en momentos en que una persona con este carácter se enfrenta a mí
concediéndome algo, una mirada, una atención que, quizá breve y efímera, de
inmediato entiendo como inmerecida y me provoca una gratitud inmensa. El origen
de esto es posible que esté en un bar sencillo. Se encuentra enfrente del
Hospital Italiano. Es de mañana y la luz del sol que entra por las ventanas,
enceguece. Él me ha invitado con un desayuno delicioso: café con leche
humeante, doradas y fragantes medialunas. Conversamos de naderías, y él de
pronto se levanta para pagar en la barra y yo lo miro. Hay algo en la espalda.
Lleva un traje azul oscuro –jamás olvida la corbata– y la espalda se yergue de
una manera no envarada, sino natural, inclinándose ligeramente hacia atrás los
hombros, moviendo los brazos casi con gracilidad. Los pasos son largos y
enérgicos aunque los zapatos se mueven con levedad, arrastrando el costado de
afuera, como si apenas les costara fluir, y se abren a cada lado, unos 15°, por
así decir. Regresa y me sonríe. Es una cita que yo considero secreta porque
ella nunca se enteró. Miro sus sienes con entradas profundas, el pelo se
ensortija y cae apenas sobre la frente. Venimos del hospital porque un dolor de
garganta persistente requiere una operación en las amígdalas de cierta
urgencia. “Vas a poder comer muchos helados”, intentó tranquilizarme. Pero yo
no tengo miedo. Nunca tendré miedo si él está cerca de mí. Se pone de pie y me
da la mano para salir. Es mucho más alto que yo, tomo su mano lisa y cálida,
pero no me dan ganas de irnos, hasta que él me urge: “Vamos, hija”, dice.
En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.
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