Por Nicolás Lovaisa
Para Lionel Messi había dos opciones: ser el héroe capaz de
traernos la Copa
del Mundo desde tierras enemigas, vengando las derrotas ante el verdugo
recurrente, o un jugador sin alma, un extranjero que de vez en cuando se calza
la celeste y blanca pero que acá, por su país, cuando importa, no canta el
himno, no llora y no define partidos porque “no siente la camiseta”. O, lo que
es mucho peor, mucho más humillante, mucho más imperdonable, porque “no es
Maradona”. Esa es la vara con la que miden a Messi los medios y el exitismo del
hincha promedio, dos sectores que se retroalimentan de manera permanente,
potenciados en estos tiempos de redes sociales.
Así, un tipo desparramado en el sillón de su casa le reclama
a Messi que emule a Maradona porque de lo contrario será un fracasado. Que
juegue “como en el Barcelona”. Para vomitar ese odio y compartirlo con cientos
o miles de personas le alcanza el pulgar de su mano derecha. Nunca comprendí
por qué le exigen a Messi que sea Maradona: juegan en posiciones distintas, sus
características de juego y sus personalidades son diferentes. Podría entenderlo
si Lio alguna vez hubiera desafiado a Diego. Si alguna vez hubiera dicho “lo
voy a superar”. Pero no. Cada vez que algún periodista malintencionado quiso
sacarle una declaración de ese tipo, siempre contestó igual: “Diego es el
mejor”. También intentaron que Maradona le pida a Lio la Copa del Mundo: “Messi no
necesita ganar el Mundial para ser el mejor”, respondió. Sin embargo, la frase
“Messi todavía no es Maradona” se escucha y se lee en todas partes. Quizás
nunca lo sea. No tiene por qué serlo. Messi es Messi. Messi es un crack.
Inolvidable. Eterno. Con o sin Mundial. Un crack que aún no pudo ser campeón
del mundo, nada más. Como Cruyff o Alfredo Di Stéfano.
En Barcelona Messi suele recibir la pelota limpia en los
últimos 25 metros de la cancha para hacer lo que mejor hace: sacarse de encima
uno o dos rivales como moscas y ponerla abajo, en el segundo palo, ante la
resignación de los arqueros. Cuando retrocede otros ocupan su posición y
siempre tiene varias opciones de pase por delante de la pelota. De todas
maneras, esa es la excepción: en el Barsa se lo releva de la obligación de
crear, de armar juego, para explotarlo en su mejor virtud, que es el
desequilibrio individual y su increíble capacidad goleadora.
En la
Selección es al revés: se aleja del área enemiga, intenta ser
el conductor, casi siempre elige sacarse dos hombres de encima a tocar de
primera (porque es su naturaleza, porque es lo que mejor hace) y casi no tiene
alternativas de descarga. En este Mundial perdió a Di María, el que rompía
líneas y se mostraba como posible receptor al pie o al vacío. Estuvo “ausente”
Gago, el encargado de conectarlo con el mediocampo. Y los hombres de área, como
Agüero e Higuaín, estuvieron bajos no sólo de cara al arco rival, sino
fundamentalmente para asociarse al circuito creativo. No recuerdo tres
combinaciones entre Messi y un compañero que hayan dejado a La Pulga de frente al arco. Sólo
se me viene a la cabeza la del primer partido, ante Bosnia, que terminó en gol.
Messi, que no tuvo el nivel superlativo que puede tener, ese
que lo llevó a ser el mejor del mundo, tampoco tuvo socios. Esperaba más, pero
en lugar de cuestionarlo porque no es el sucesor de D10S, prefiero disfrutarlo.
Porque los que creen que la vida se divide entre exitosos y fracasados me
parecen unos miserables. Porque los que dicen que los que ganan sirven y los
que pierden no son peligrosos. Porque si la selección llegó a la final de un
Mundial después de 24 años fue, en gran parte, gracias a Messi, y eso debe
valorarse, aún siendo un equipo que estuvo muy lejos de mi gusto futbolístico.
Yo prefiero disfrutarlo, aún en la derrota, porque no sé si voy a volver a ver
a otro como él.
Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.
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