La calle, por José Luis Pagés
Aragón llegó a comisario, pero por algún inexplicable mal de
cuna de la noche a la mañana se pasó al bando contrario. Llamó al lugarteniente
y le dijo “Mirá Ramírez ya no me digas comisario porque al fin descubrí quién
es el jefe de los Harrys de esta región”. A veces la vida con un solo
barquinazo te acomoda todos los melones en el cajón. Así que Ramirez llamó a
reunión, lanzó cuatro gritos y sin más los subordinados juraron por el estatuto
del ladrón. Ramirez volvió al despacho de Aragón y le dijo: “Jefe, toda la
banda responde a usted”. “No me digas Jefe decime Harry nomás”. Apenas salía el
sol cuando un ratón que salió de la
Jefatura le comió la cabeza al Arzobispo y cinco minutos más
tarde el Ministro corrió vista al Juez y el Gobernador ordenó un furioso
contraataque. Llamó a Ramirez y le dijo: “Los avicidas han perpetrado
verdaderas atrocidades sin sentido esta madrugada. Allanaron e incendiaron ‘La
gallina papanata’. Mataron, desplumaron y se comieron los pollos de Don Andrés
y hasta violaron a la bataraza de Doña Carmen. Quiero un informe por escrito
¡Ya!” Ramírez tragó saliva y recordó la sentencia del Cardenal Richeliu: “Con
dos líneas escritas se puede procesar al más inocente de todos los hombres”.
Ramírez vio todo negro y se desplomó en un sillón, pero con sus palabras el
propio Gobernador lo devolvió a la vida: “Y que sepa ese Aragón que ‘La Gallina de los Huevos de
Oro’ es mía y solamente mía, eso es todo, nada más”.
Muerto de contento Ramírez salió bailando en una pata.
Enseguida compró anteojos oscuros y una gorra nueva que pagó con un huevito
dorado y reluciente que puso en la tienda de la esquina.
Publicada en Pausa #158, miércoles 22 de julio de 2015
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