Por Luciana Basso (*)
“La rapiña que se desata hoy sobre lo femenino se manifiesta
tanto en formas de destrucción corporal sin precedentes como en las formas de
tráfico y comercialización de lo que estos cuerpos puedan ofrecer, hasta el
último límite. La ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados
se practica como nunca antes. Estos cuerpos constituyeron, en la historia de la
especie y en el imaginario colectivamente compartido a lo largo de ella, no
sólo la primera forma de colonia, sino también, en la actualidad, la última. Y
la colonización que de ellos se ejecuta hoy, en esta etapa apocalíptica de la
humanidad, es expoliadora hasta dejar solo restos”. Rita Segato, 2012
Me propongo encadenar, quizás desordenadamente, algunos
pensamientos en relación con la violencia contra las mujeres. Este fenómeno ha
sido definido desde las perspectivas psicológicas como un vínculo que se
sostiene en la capacidad de uno de la anulación de la otra. Las feministas
decimos, además, que todo vínculo que anula tiene otra condición: el abuso de
poder, sea real o simbólico.
Desde la antigüedad el cuerpo de las mujeres apareció como
el propio campo de batallas donde se plantan las banderas del control: como una
“tierra fértil” para dotar de hijos al clan o, más tardíamente, como “máquina
paridora” para poblar ciudades, ejércitos y fábricas. Ya desde los años 70 las
miradas antropológicas han comenzado a ligar la noción del cuerpo con la de ciudadanía
y la de territorio. Hasta entonces, la oposición entre “naturaleza y cultura”
había puesto a las mujeres en el lugar de lo “por conquistar”, “por
controlar”... igual que la naturaleza. Para los varones quedaban, entonces, los
espacios de la cultura: el mundo público, lo racional, lo político. Esta
apropiación/colonización del cuerpo no sólo ha sido en términos físicos, sino
además simbólicos. Sentencias del estilo: “una nena no contesta así”, “una
mujer no anda sola por la calle a esas horas”, “si no tenés hijos, te falta
algo”, “cómo no te van a gritar de todo si vas vestida así”, “algo habrás hecho
para que él reaccione de ese modo” se repiten con la misma mecánica de la gota
que horada la piedra. Esos mandatos se convierten, peligrosamente, en “modos de
ser” para las mujeres y en anteojeras para la justicia cuando asocia la
violencia sólo con el golpe, porque deja una marca, una huella visible.
Las estadísticas muestran que en Argentina muere una mujer cada treinta horas a manos de su pareja o expareja. No es posible imaginar que
prácticas tan frecuentes y generalizadas puedan pensarse independientemente de
la organización social que las produce. Por el contrario, están siendo
naturalizadas. Aquí hay algo del orden de lo siniestro: somos nosotrxs mismxs
quienes reproducimos ese “desideratum” genérico, somos nosotrxs mismxs quienes
educamos a la niñez en términos dicotómicos e irreconciliables. Es innegable
que las situaciones de exclusión social y privación van diseñando un itinerario
en la vida de los sujetos, pero esto de ningún modo implica la justificación de
las conductas violentas. Tampoco es correcto, desde mi punto de vista,
pretender que quienes incurren en tales prácticas son prisioneros de la cultura
(la “patologización” de los violentos va en esta dirección) ya que hay un
momento de definición subjetiva donde, con dolor o sin él, se escoge un camino.
Con todo, me gusta
pensar también que el cuerpo sigue siendo el primer territorio de ciudadanía, y
que se lo disputamos todos los días a ese orden que sólo impone. Cada vez que
una mujer puede afirmarse en sí misma, decidir sobre su propia vida, sus
cuerpos y sus deseos, puede valorarse, puede romper los espirales viciosos de
la violencia machista, todas reconquistamos el “territorio” y reconquistamos la
vida.
(*) Docente e investigadora de UNER y UADER.
Publicada en Pausa #155, miércoles 3 de junio de 2015
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