La indignación ante los exabruptos de Del Sel y la
autenticidad como pantalla para los técnicos del 90.
Por Juan Pascual
La reivindicación de la violencia familiar y escolar como
pedagogía de la rectificación a cocazos y varillazos, el chacoteo sórdido de
viejos chotos que terminan usando una nenita por 100 pesos, el desprecio a
quienes reciben dinero del Estado, sea porque sus hijos tienen el derecho a la Asignación Universal ,
sea porque son trabajadores y cobran salario: la seguidilla de videos con
declaraciones de Miguel Torres Del Sel, que crispan nervios en las redes
sociales, lo pintan como es. Y en eso hay inteligencia.
Macri, Del Sel y Mercier, jefe de los equipos del PRO, el 19 de diciembre de 2014 en la presentación de la Fundación Pensar en Santa Fe.
Del Sel es un candidato del espacio exterior a la política;
esa es la apuesta de quienes controlan su imagen, eso es lo que se cifra en los
exabruptos. Sus espasmos discursivos se justifican a partir de una supuesta
virtud –la transparencia o autenticidad– que es el combustible para transmutar
sus pasos de clown. Miguel es un payaso malo que canta y baila y salta y grita
y uno lo ve haciendo eso (es más grácil que Macri, la verdad sea dicha) como si
no fuera nunca a ser gobernador, casi como si no existiera la posibilidad de
que llegue a la Casa Gris.
Porque eso es lo que Miguel garantiza, también, con su transparencia: que él no
gobierna sino a través de sus mentados –aunque no del todo públicos– equipos
técnicos. Una paradoja, entonces. El valor de Miguel es el de ser una pura
mascarada de dirigente: transparente en relación consigo mismo, con lo que es
como individuo, opaca en relación con el perfil neoliberal que aglutina a su
grupo político.
Por principio, quienes se escandalizan por estas insistentes
groserías no son el público objetivo de esta estrategia, porque jamás votarían
ni votaron por el humorista. La repulsa frente a estos enunciados implica que
en la conciencia del indignado al menos existen ciertas convicciones. Cómo
mínimo, cree nuestro indignado que hay derechos civiles a defender, que la
política es algo más que una gerencia, que el Estado no es una mera cueva de
corruptos que opera la máquina de cobrar impuestos.
Pero, en el reverso, existe una amplia franja de la
población que sí cree que los partidos políticos son una condena (no
necesariamente son golpistas, pero los golpistas están en este grupo), que la
violencia masculina da vigor y racionalidad, ordena el caos y purifica a una
sociedad extraviada en la marea de nuevos derechos igualitarios (repase entre
sus amigos de la peña o compañeros de práctica deportiva), que el Estado es un
vampiro que ahoga la iniciativa privada, único y prístino motor de la economía
(no necesariamente son garcas acaudalados: de hecho, cual productor
agropecuario con sequía o industrial sin ventas al exterior, viven mamando de
los subsidios. No, allí la mayoría la compone los replicantes de la ideología
del sufrido monotributista, la del “yo me parto el lomo trabajando y no quiero
mantener vagos de mierda”).
El valor de un candidato construido desde el (inexistente)
exterior de la política partidaria se mide en su capacidad de licuar los
debates y el planteo de los conflictos sociales concretos. Vale más cuanto más
figurín luce, siempre y cuando (como Miguel repite) oficie de transparente
mediador de quienes realmente van a manejar el Estado. A su vez, estos gestores
se presentan desde la lógica inmaculada de la inevitabilidad: se recorta, se
privatiza, se ajusta y se cede a partir de la justificación de que “no hay otra
alternativa”. Uno de los basamentos de la política neoliberal es la postulación
de que su acción es lógica como la matemática. El Estado no toma decisiones ni
tuerce destinos, tan sólo “hace las cosas como hay que hacerlas”. Es decir: de
acuerdo a los empellones constantes de los factores reales del poder.
El transparente Miguel habla a su electorado en sus tristes
chistes. Y ancla su eficaz método de interpelación en su historia personal: es
el negrito picarón laburador y obsecuente, al que le fue más que bien. Así, no
se espera de él que simule al estadista, el legislador, siquiera al burócrata.
Todo lo contrario: más continua es la exhibición de su calculada autenticidad,
más llegada tiene a su target.
Incluso, frente a las ridiculizaciones que pueblan los
comentarios a la saga de videos que circulan en la red, los votantes del
humorista responden con cierta convicción épica. “Yo voté a Del Sel, ¿y qué?”
espeta el acorralado adherente. Democracia de minorías, el sistema electoral y
de partidos de la provincia genera que la opinión de cada santafesino siempre
se vea en inferioridad frente a la del resto: ningún espacio supera
holgadamente el 30%.
No es menor la posibilidad de construir una narración épica.
El kirchnerismo, que desde 2007 venció por amplias mayorías en las nacionales,
supo construir su enemigo superior por fuera del espacio partidario. Cristina
versus las corporaciones. Del Sel, por más que haya ganado las Paso, tiene todo
para decir que viene a oponerse al monstruo mayor de la politiquería. Y sus
adherentes tienen pasto en la realidad como para poder legitimarse: desde la
luz más cara del país hasta los aumentos continuos en los tributos, desde la
violencia urbana hasta la envidia contra los rosarinos. La simple enumeración
de obras, acciones, decisiones y posiciones tomadas por el oficialismo
socialista le resbalan totalmente al votante de Del Sel. También la exposición
de los logros del kirchnerismo y del camino para que en la provincia se repita
el modelo nacional y popular. Ambas propuestas tienen en este elector el
espesor del blabla.
“Estamos hartos de los discursos” reza Mauricio Macri en su
web. Política y antipolítica se juegan en dos campos diferentes. No se disputan
las mismas cosas: se disputan las reglas de la contienda y el campo de juego en
sí. Cuando un elector considera que la política es una esfera exterior (y a
veces agobiante) que lastima y no resuelve los problemas de la vida privada, se
fortalecen las posibilidades de quien se erige como un par, un muchacho como
muchos que conocés. Un par que viene a tomar la Casa Gris por asalto y a
cambiar las cosas de ese universo ajeno.
El negrito contra el saco y la corbata, la chanza procaz
contra el programa de gobierno, la autenticidad tosca y pueril, pero
transparente, en oposición a la difusa y sospechosa jerga institucional, los
técnicos versus los dirigentes, el mercado contra el Estado. El santafesino
contra el rosarino. El mecano de la imagen pública de Del Sel no cruje cuando
el candidato habla, a menos que tengamos la inocencia de creer que el
laboratorio de marketing político del PRO está conducido por un conjunto de
pasantes enfiestados.
Sin embargo, esa estrategia es un arma de doble filo. Más
todavía cuando quien la lleva adelante tiene la iniciativa, marca los puntos,
pica en punta en la carrera. Una toma de aikido, una respuesta utilizando la
fuerza del otro, puede ser letal. Algo así como “gobernar no es chiste” o “los
90 no fueron una joda”, antes que repetir una y otra vez lo hecho o por hacer,
o que vomitar delante de la pantalla el rechazo contra la brutalidad del
candidato que más votos juntó en las Paso. Algo que desplace la amenaza de
lugar: que la saque de la política y la devuelva a los gerentes. Algo que
condense el alto nivel de rechazo al Midachi en un solo punto concentrado. Algo
de marketing electoral como el que aprendimos en 1999 con los publicistas
Agulla y Baccetti y el aburrido De la
Rúa.
Los guionistas del actor
A la hora de considerar la situación de las dos grandes
ciudades de la provincia, Santa Fe y Rosario, Luciano Laspina estimó que hay
que revertir la aglomeración urbana, cuyos rasgos son “una inmigración
descontrolada y villas de emergencia que crecen”. Y planteó un sueño: “Santa Fe
tiene que tener muchas Rafaelas”. Así se expresó ante el auditorio de la Sociedad Rural de
Santa Fe, en un encuentro previo a las primarias, según El Litoral. Laspina es
diputado nacional, ocupa la banca a la que renunció Miguel Torres Del Sel. Fue
asesor de Pedro Pou en el Banco Central, entre 1998 y 2000, y desde 2007 fue
Economista Jefe del Banco Ciudad de Buenos Aires, en la gestión Macri, informa
el periódico El Eslabón.
Junto a los candidatos locales y demás figuras, en el
convite ruralista también estaban presentes otros dos ases de la baraja
amarilla: Damián Specter y Juan Carlos Mercier.
Specter fue empleado del HSBC y trabajó para Macri en el
Distrito Tecnológico. Desde allí, afirman La política online y Tiempo
Argentino, realizó una serie de millonarias licitaciones en las que siempre
ganó la misma empresa: el Grupo SG, de Silvano Geler, un viejo amigo del hombre
encargado del “Desarrollo Económico” en los equipos de Del Sel.
Mercier es un naipe que hace rato va y viene del mazo al
juego. Orilló el 1% cuando compitió en las Paso de 2011 para gobernador. No
necesita de los votos para mandar: fue funcionario en Vialidad provincial bajo
la dictadura de Onganía, a partir de 1973 fue el director de Rentas. Tras el
inicio de la dictadura continuó en el cargo y luego ascendió: en 1981
vicepresidente del Banco Provincial de Santa Fe, en 1982 ministro de Economía.
Su historia más reciente es conocida: en la primera gestión de Reutemann
enajenó la Dipos
(la actual Aguas Santafesinas) y el Banco de Santa Fe, en dos ruinosas
privatizaciones; en el segundo mandato del Lole le recortó el 13% del salario a
los empleados públicos.
Estas garantías valoran tres grandes hombres de negocios que
apoyan al PRO, según reporta la revista empresaria Puntobiz: Juan Carlos
Bachiochi Rojas, relacionado con la industria petrolera, energética y la
producción agrícola-ganadera, el prominente contador Juan Luis Fittipaldi y el
director de Vicentín, la mayor empresa de Santa Fe, Gustavo Nardelli. El
aceitero es el director de Terminal Puerto Rosario.
Todo un aliciente para el desarrollo del Puerto de Santa Fe.
Publicada en Pausa #153, miércoles 6 de mayo de 2015
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