Otro yo mismo, por Mari Hechim
La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe es una
novela especialmente bella, sobre un chico que está en un reformatorio y se le
permite entrenarse para correr un premio que, sabremos al final, él no piensa
ganar para sí, pero puede salir todas las mañanas a disfrutar de su habilidad
de manera solitaria, pensando todo el tiempo.
Cada vez que mi querido amigo, llamémoslo Juan, prepara un
asado en casa, yo recuerdo este libro tan conmovedor. Se sabe que en mi casa,
por un principio aristocrático bien definido, surgido de manera
consuetudinaria, no entra ninguna persona que no sea un artista. De manera que,
de vez en cuando, nos reunimos un grupo de desveladas personas a disfrutar de
nosotros mismos. Juan es el que llega antes que todos, él ha comprado la carne
y las achuras y, salvo las mollejas, que
no acaba de saber asar como a cualquier persona exquisita le gustaría, en todo
lo demás es un artista. Ya está
eligiendo enseres, salando la carne, mientras el fuego, afuera, hace su trabajo
de crecer para conseguir las brasas. Mientras, se conversa, se toma un vino. Al
momento de la llegada de los otros escogidos invitados, Juan está en el patio,
frente a la parrilla, moviendo brasas; por ahí dice: mirá qué fuego. Y yo me
entusiasmo y me maravillo, y luego entro a organizar el lavado de la lechuga y
los tomates, quizá una cebolla brillante, alguna palta que conseguí, y alguien
pone la mesa y las cervezas y los vinos empiezan a circular. Todo transcurre
con serenidad, siempre que Florencia no haga caer una cerveza helada contra el
suelo, como suele suceder, no por torpeza, sino que en días húmedos se le
resbala la botella y se cae.
Es verano y afuera hace mucho calor, más al lado de un
fuego. Así que alguien abre tímidamente la ventana que separa el comedor del
patio, en un quizá engañoso intento de integrar a quien se está afanando con
las costillas y los chorizos. Porque el aire acondicionado de adentro es una
bendición. Pero Juan está solo allí, el pelo
transpirado, y, aunque todos fingen preocuparse por él, y le tiran
alguna pregunta, nadie se le acerca.
O es invierno, y la cercanía del fuego es anhelo y tibieza,
pero adentro se está mejor. Los invitados se vuelven solidarios para poner la
mesa, contar cuántos somos para elegir platos y cubiertos, desplegar un mantel,
tomar una bebida. De nuevo Juan está solo. Todos están distraídos contándose
acontecimientos recientes, uno que rindió una materia, una que pasó el día en
una reunión política y quedó desesperada. Otra cuenta un sueño: le pedían que
dibujara a un escritor e intentaba hacer un boceto; le salía el rostro de
Freud, y lo tiraba, pero, al volver a intentarlo, de nuevo surgía el rostro de
Freud. Desde adentro el chisporroteo del fuego es una fiesta.
Yo, a veces, finjo que me preocupa su soledad, y salgo,
hablamos un rato de la facultad, de su casa nueva, pero no tengo aguante ni
para el frío ni para el calor, y entonces le miento, le digo que enseguida
vuelvo, y no vuelvo, y él, solidario y solitario, hace el asado más espléndido
para las personas menos agradecidas, pero contentas, en especial cuando entra
ya al comedor con una fuente que expande la fragancia más exquisita para todo
santafesino con ganas de comer. Entonces, los artistas de la sonrisa, aplauden.
Y él, como siempre, también sonríe y se sienta a la mesa para jolgorio de
todos. Yo no sé si lo queremos tanto porque es una persona inteligente,
encantadora y sexy, o porque hace los mejores asados del mundo.
Publicada en Pausa #152, miércoles 22 de abril de 2015.
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