Me dijo el director del periódico que la nota sobre el recital de Divididos iba a ir en otra sección. No me importa. Y espero poder
demostrarle al jefe (ahora sí necesito recurrir al chupamedismo porque temo que
no me publiquen si no), al final del texto, que esta no es una columna sobre el
recital que el power trío criollo dio por estos días en nuestra ciudad.
Divididos, ya lo he dicho en otras columnas, es mi banda
favorita (reivindico que todavía tengamos favoritos y mejores como, por
ejemplo, “mejores amigos”). Por estas fechas se cumplen 20 años de la primera
vez que los ví en vivo. Fue en Gálvez, la ciudad natal de mi mamá y donde vivió
mi único “ídolo” de carne y hueso. La ciudad de mi adolescencia; a la que me
escapaba todos los viernes a pasarla con mis amigos y sin miedos ni paranoias
metropólicas absurdas: a vivir la adolescencia con libertad. Fue el debut ideal
para un amor en vivo y en directo incondicional. Pero porque además lo fui a
ver con mi mejor amigo. Reivindico a los mejores… y él, sin dudas, fue, es y
será el mejor. Teníamos 16 años.
Ese día, como casi todos los días, fui un pésimo amigo. Yo
llegué a Gálvez un día antes del recital y me enteré (difícil no enterarse de
algo en un pueblo de 18 mil habitantes) que la banda iba a llegar al aeroclub a
tal hora. Mi amigo llegaba después, así que sin culpas hacia allí (en una
Garelli de 50 cc) fuimos. El momento quedó registrado por un paparazzi local:
Gil Solá vistiendo una camiseta de la selección rumana me está firmando un
pantalón Ombú marrón, diciéndome “No che, todavía te falta mucho”, en respuesta
a un histérico y teen “Listo, ya tengo la vida hecha”, dicho por quien
suscribe. Consumado el fanatismo, volví al pueblo. En el camino me entero de
que la banda hacía la prueba de sonido a las 18.00 (ponele). Ya mi amigo en
Gálvez, le cuento y me dice “vamos, acompañame”. “Yo ya los ví”, le contesté,
“vamos a comer algo y después entramos al recital”. Sí, así de mala persona
soy.
El mismo tipo al que le dije eso, 19 años después, llega un
día a mi casa y me informa: “Vas a ser padrino”. Mentira, no me informa. Me
exige y me obliga, me elige a mí, ateo practicante y orgulloso, como su mano
izquierda en la crianza de su hija, de la sonrisa que me recuerda que todo está
vivo a pesar del dolor, que me transforma en el ser más ridículo, estúpido y
feliz del mundo: Victoria. Sí. Eso hizo, como para acelerar y confirmar mi
culpa por aquel “Yo ya los ví” de un sábado de 1994, en Gálvez. El recital, en
el boliche Blow Up, y para no más de 50 personas (dato que mi amigo confirma y
que, entonces, ahora sé que mi memoria elitista no está inventando) es
anecdótico.
Se avecina el cumpleaños de mi amigo y entonces le regalé la
entrada para ver a Divididos. Como verán, era la excusa para seguir remediando
lo irremediable: no es lo mismo ver a tus ídolos de cerca en la adolescencia
que a los treintaypico. Ayer no es hoy. Hoy es hoy y no somos actores de lo que
fuimos. Mi culpa, es una culpa inexpiable. Desde aquel sábado hasta el último
pasado, hubo otros azulejos en el medio. Varias veces nos encontramos volviendo de Haedo, parados de pecho, con el alma hecha un budín; congraciados en remera
y extasiados de rock. Remontamos juntos varios barriletes y cada vez son más
las vírgenes haciendo ala delta (los recitales de Divididos ya exceden el mero
espectáculo de rock… ya son un suceso social y cultural con uno de los públicos
más heteróclitos que he visto dentro de la escena del género).
Pasaron 20 años, tres bateristas, dos hijas, seis discos,
una ahijada, los 30 kilos menos de Mollo, mudanzas, Arnedo sobrio a las piñas,
enojos, peleas y berrinches, el anfiteatro de Rosario, angustias, el Quilmes
Rock en el estacionamiento del Wal Mart, alcoholemia y Comisaría 1a la noche
anterior al 0-4 de los alemanes en Sudáfrica. Y tantas anécdotas más. Confianza
y amor. Pasaron 40 veces 40 dibujos ahí en el piso. Pasó de todo. Porque 20
años es un montón y nada a la vez. Nenes de antes. Pero todo y nada hubiese
sido lo mismo sin él. Al que ya no se me ocurre cómo pagarle esa deuda que
arrastro hace 20 años. Al que un día de marzo de 1991 le pregunté, cuando lo vi
apichonado y solo, apoyado en una columna en el patio del colegio: “¿Vos sos
nuevo?”, aunque él no recuerde nuestra primera conversación. Nada de eso
hubiese pasado; nada de todo eso hubiese sido lo mismo sin Pablo, mi mejor
amigo. Y mientras tanto, Divididos suena desde el escenario, con una pared de equipos al re palo.
En Pausa #139, miércoles 13 de agosto de 2014. Pedí tu
ejemplar en estos kioscos.
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