jueves, 14 de agosto de 2014

Sábado


Me dijo el director del periódico que la nota sobre el recital de Divididos iba a ir en otra sección. No me importa. Y espero poder demostrarle al jefe (ahora sí necesito recurrir al chupamedismo porque temo que no me publiquen si no), al final del texto, que esta no es una columna sobre el recital que el power trío criollo dio por estos días en nuestra ciudad.
Divididos, ya lo he dicho en otras columnas, es mi banda favorita (reivindico que todavía tengamos favoritos y mejores como, por ejemplo, “mejores amigos”). Por estas fechas se cumplen 20 años de la primera vez que los ví en vivo. Fue en Gálvez, la ciudad natal de mi mamá y donde vivió mi único “ídolo” de carne y hueso. La ciudad de mi adolescencia; a la que me escapaba todos los viernes a pasarla con mis amigos y sin miedos ni paranoias metropólicas absurdas: a vivir la adolescencia con libertad. Fue el debut ideal para un amor en vivo y en directo incondicional. Pero porque además lo fui a ver con mi mejor amigo. Reivindico a los mejores… y él, sin dudas, fue, es y será el mejor. Teníamos 16 años.
Ese día, como casi todos los días, fui un pésimo amigo. Yo llegué a Gálvez un día antes del recital y me enteré (difícil no enterarse de algo en un pueblo de 18 mil habitantes) que la banda iba a llegar al aeroclub a tal hora. Mi amigo llegaba después, así que sin culpas hacia allí (en una Garelli de 50 cc) fuimos. El momento quedó registrado por un paparazzi local: Gil Solá vistiendo una camiseta de la selección rumana me está firmando un pantalón Ombú marrón, diciéndome “No che, todavía te falta mucho”, en respuesta a un histérico y teen “Listo, ya tengo la vida hecha”, dicho por quien suscribe. Consumado el fanatismo, volví al pueblo. En el camino me entero de que la banda hacía la prueba de sonido a las 18.00 (ponele). Ya mi amigo en Gálvez, le cuento y me dice “vamos, acompañame”. “Yo ya los ví”, le contesté, “vamos a comer algo y después entramos al recital”. Sí, así de mala persona soy.
El mismo tipo al que le dije eso, 19 años después, llega un día a mi casa y me informa: “Vas a ser padrino”. Mentira, no me informa. Me exige y me obliga, me elige a mí, ateo practicante y orgulloso, como su mano izquierda en la crianza de su hija, de la sonrisa que me recuerda que todo está vivo a pesar del dolor, que me transforma en el ser más ridículo, estúpido y feliz del mundo: Victoria. Sí. Eso hizo, como para acelerar y confirmar mi culpa por aquel “Yo ya los ví” de un sábado de 1994, en Gálvez. El recital, en el boliche Blow Up, y para no más de 50 personas (dato que mi amigo confirma y que, entonces, ahora sé que mi memoria elitista no está inventando) es anecdótico.
Se avecina el cumpleaños de mi amigo y entonces le regalé la entrada para ver a Divididos. Como verán, era la excusa para seguir remediando lo irremediable: no es lo mismo ver a tus ídolos de cerca en la adolescencia que a los treintaypico. Ayer no es hoy. Hoy es hoy y no somos actores de lo que fuimos. Mi culpa, es una culpa inexpiable. Desde aquel sábado hasta el último pasado, hubo otros azulejos en el medio. Varias veces nos encontramos volviendo de Haedo, parados de pecho, con el alma hecha un budín; congraciados en remera y extasiados de rock. Remontamos juntos varios barriletes y cada vez son más las vírgenes haciendo ala delta (los recitales de Divididos ya exceden el mero espectáculo de rock… ya son un suceso social y cultural con uno de los públicos más heteróclitos que he visto dentro de la escena del género).
Pasaron 20 años, tres bateristas, dos hijas, seis discos, una ahijada, los 30 kilos menos de Mollo, mudanzas, Arnedo sobrio a las piñas, enojos, peleas y berrinches, el anfiteatro de Rosario, angustias, el Quilmes Rock en el estacionamiento del Wal Mart, alcoholemia y Comisaría 1a la noche anterior al 0-4 de los alemanes en Sudáfrica. Y tantas anécdotas más. Confianza y amor. Pasaron 40 veces 40 dibujos ahí en el piso. Pasó de todo. Porque 20 años es un montón y nada a la vez. Nenes de antes. Pero todo y nada hubiese sido lo mismo sin él. Al que ya no se me ocurre cómo pagarle esa deuda que arrastro hace 20 años. Al que un día de marzo de 1991 le pregunté, cuando lo vi apichonado y solo, apoyado en una columna en el patio del colegio: “¿Vos sos nuevo?”, aunque él no recuerde nuestra primera conversación. Nada de eso hubiese pasado; nada de todo eso hubiese sido lo mismo sin Pablo, mi mejor amigo. Y mientras tanto, Divididos suena desde el escenario, con una pared de equipos al re palo.

En Pausa #139, miércoles 13 de agosto de 2014. Pedí tu ejemplar en estos kioscos.

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