No voy a develar ninguna verdad oculta (no soy un oráculo),
diciendo que siempre hay una empresa (por lo general multinacional) dispuesta a
ensartarnos (no encontré mejor palabra para ilustrar las imágenes que en este
momento se me vienen a la mente cuando pienso en empresas y yo) a la primera de
cambio. Por eso mismo hay que mantener todos los sentidos en alerta y tener
siempre listo, tal boy scout gordinflón, el “No, gracias” ante cualquier
zarpazo de bestia hambrienta de lograr vender una supuesta “promo imperdible”.
Como no es difícil advertir, todo esto lo sé porque me han
promocionado de manera imperdible la paciencia cientos de veces. También me
promocionaron el bolsillo. O sea, soy un gil a pilas triple A (¿a ustedes no
les genera cierto pavor ir al kiosco y pedir pilas “triple A”, o sea
paramilitares). En fin, la cuestión es que cada vez que un telemarketer te
llama por teléfono, la palabra “gratis” (hablando de semiótica) se torna de lo
más polisémica.
Hace ya un par de años me llamó una señorita en
representación de la empresa de telefonía móvil de la que soy cliente (quiero
aclarar, habiendo visto que no conozco usuario que no se queje de su empresa de
celular, que el problema no es de una empresa particular… son todas igualmente
fraudulentas y leoninas en su ensartada al usuario, porque el problema no es la
empresa sino la libertad de mercado) ofreciéndome un equipo totalmente gratis.
Le pregunté 800 millones de veces si no tenía que pagar ni siquiera el envío o
un sellado. “Nada”, fue la respuesta de la ensartadora. Recibí el equipo, y
como yo ya tenía uno, se lo regalé a mi hermana… En 5 horas de uso, “la promo
por buen cliente” le consumió todo el crédito disponible para un mes ya pago.
Sí, el teléfono era de una tanda que había venido fallada y se los quisieron
sacar de encima. ¿Quién les hizo el favor? Sí, claro, yo. Ojalá, y Dios
mediante (porque de estos tipos el único que te puede salvar es Dios haciéndote
llegar tu hora), allí terminara la historia. Al tiempito de eso me quise
cambiar de plan porque me estaban arrancando el marote con el abono mensual…
Una nueva representante de la clavadora de usuarios (menos mal que son empresas
del sector “servicios”), me dice: “Pero para cambiar de plan debería usted
pagar una multa antes, porque tiene registrado un nuevo equipo a su cuenta, y
por ello debería esperar al menos 24 meses para poder transferir su número a un
nuevo plan y bla, bla, bla”. Ajá. ¿Equipo Gratis? Gratis fue la de insultos a
nadie que estuve y estoy dando todavía… Creo que me quedan como 4 meses para
dejar de rabiar… y no hacer absolutamente nada al respecto.
Televisión por cable e Internet son servicios de la misma
calaña. El monopolio, fusión de dos empresas decreto presidencial mediante (que
vendría a ser algo así como un “Dios mediante”, ya que por decreto nadie me
preguntó si me quería cambiar de empresa así porque sí), me viene actualizando
las promos desde hace casi 5 años. Entiéndase por ello: me vienen aumentando la
cuota casi 50% por año.
¿Recuerdan el choreo a las cajas de seguridad del Banco
Macro? Bueno, 48 horas después resulta que el banco (del que no soy cliente) me
llama para avisarme que tengo tanta, pero tanta suerte, que ya tenía a
disposición para retirar mi nueva tarjeta de crédito gold, silver y bronce
también… Tarjeta que, por supuesto, nunca solicité (y que nunca fui a retirar
tampoco). ¿Me preguntaron si la quería? No, por lo que tuve que apelar al
célebre “no me interesa” y, culpa mediante (la culpa sí que es Dios, no me
jodan) cortarle el teléfono al pobre empleado (pobre en sentido literal y en
sentido afectivo, porque esas empresas de servicios tercerizados ofrecen
trabajos mal pagos y precarizados a sus telefonistas).
Pero entonces ¿por qué tardé tanto en escribir este
descargo? Porque no fue hasta el miércoles pasado que me di cuenta hasta qué punto
estoy embotado por estos ensartadores que me llamaron del banco (del que sí soy
cliente obligado por mi empleador) para pedirme que pasar a actualizar unos
datos, así no me cobraban no séqué cosa. Fui. Cuando llego resulta que accedía
de manera automática (o sea, robótica) y gratuita a una tarjeta de crédito, una
cuenta corriente que si no quiero usar no me genera gastos y al club de socios
de LAN que, me enteré, te regala kilómetros en viajes que podés cambiar por
crédito en Falabella. Le tengo miedo a los aviones y no dispongo y Falabella en
Santa Fe no existe.
Entre mi ansiedad por volver a mi casa, lo poco que me
agradan los trámites y la velocidad con la que la gestora me hablaba terminé
firmando algo así de 20 formularios que la chica, sin dejarme opción a leer, me
decía de qué se trataba. Los firmé (espero no haber donado mi cuerpo para
experimentos genéticos nazis) y me fui. Y fue recién a las dos cuadras me dí
cuenta de algo: nunca la bancaria me preguntó si yo deseaba acceder a todos
estos beneficios; y yo nunca reaccioné como para preguntarle “¿Y qué pasa si no
me interesa tu atropello?” Capaz mi descuido, quién sabe, se deba a que de
tanto atropello previo ya ni siento los nuevos abollones. (Espero esta columna
sobre lo mucho que me gustan los paréntesis les haya interesado. Gracias por su
atención, estimado cliente del periódico).
Publicada en Pausa #136, miércoles 25 de junio de 2014
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