Adelita está al borde del definitivo certificado de
defunción. Para peor, se le ocurrió agonizar en plena tierra de cochilocos,
donde la violencia campea a diestra y siniestra.
“Fierros son fierros”, había dicho Rafa Blake, la excusa
perfecta en caso de que el motor de Adelita no cumpliera la meta prometida: ir
y regresar de Alaska. Dicho y hecho, a los mil kilómetros de recorrido, los
metales se fundieron y con ellos nuestra esperanza en el mecánico de
Guadalajara.
Intentamos conciliar el sueño para olvidar el escenario que
nos rodea, pero es en vano. Afuera está el vórtice de la ola de violencia que
azota a México y, justo allí, la máquina dio un último soplo de vida.
La resaca y los ladridos incrementan la paranoia. Estamos
estacionados en una “vulca” (gomería), a unos sesenta kilómetros de Concha del
Oro, Zacatecas, donde las historias de secuestros y atracos a colectivos son el
pan de cada día.
“Acá es más seguro que allá”, dice el gomero, señalando las
lejanas luces de la estación de servicio. “Ya no abren de noche, porque los
asaltaron muchas veces”, agrega, mientras se pierde en la oscuridad con nuestro
último vestigio de confianza.
Una opción es dejar el vehículo e irnos. Pero ¿a dónde?
¿cómo? No hay otra que pasar la noche y que sea lo que el destino quiera...
Marcha atrás
Ni sabemos bien por qué elegimos esta ruta. Apenas ayer el
plan era llegar a San Luis Potosí y darle un respiro al motor. A esta hora,
pienso, estaríamos tomando unas “chelas” heladas en el bar de Ernesto.
La idea de una birra fría me trae flashes de la noche
anterior. Fue un fin de semana duro en Aguascalientes, donde paramos a visitar
a mi viejo amigo Carlos.
Como Emma y Mihi se adelantaron a Saltillo, Robert y yo
fuimos los que aprovechamos el agasajo hidrocálido, que incluyó un día el
rancho de Blanca, la novia de Carlos, con caballos, asado y una pesada
artillería de tragos.
Al equipo se sumó Leslie, una amiga de Robert que andaba por
el rumbo. Carlos y Óscar lideraron la batuta.
Por suerte, el fin de semana arrojó saldo blanco: cero
escándalos, ni nada de qué arrepentirse. La borrachera fue tan risueña y alegre
que hasta jugamos con los pequeños sobrinos de Blanca, que cayeron de
improvisto al rancho Agua Amarilla.
Sunny day
Aguascalientes había sido la prueba de fuego, pues habíamos
cumplido los 800 kilómetros necesarios para “asentar” el motor.
El camino desde Guadalajara había sido tranquilo. Casi como
un paseo en una tarde soleada de junio. Incluso en el retén militar hubo risas.
—¿Hacia dónde se dirigen, jóvenes?
—A Alaska, oficial, lo dice en el costado de la combi.
—¿Alaska? ¿Y tuvieron algún problema en el camino?
—No, todo muy bien, gracias por preguntar.
—¿Esa cámara está prendida?
—Claro que no, oficial...
—¡Pásenle a revisión!
Uno de los soldaditos se asoma por el parabrisas, pero pega
un salto cuando ve que el segundero de la GoPro está corriendo. Desde entonces, evita
cruzarse por delante de la camioneta, pero la toma quedará para la posteridad.
Al final, el procedimiento derivó en chistes y los
uniformados nos terminaron deseando una suerte que fue poca.
Perla tapatía
“¿Viste?, tu mamá no lloró”, le dije a Robert cuando por fin
pudimos salir de Guadalajara. “Es porque estaban las vecinas”, aclaró.
Y es que en el tiempo que duró la reparación, la casa de los
Razo Anaya cobró vida. Primero, el regreso del hijo menor, con sus amores. Luego,
la alegre visita del cuñado Mihi. Después, el argentino del grupo.
Teresa se lució en la cocina, incluso con la novedad de que
su retoño se había convertido al vegetarianismo. Tanto cocinó, que hasta Chai,
nuestra perrita, pasó dos días inmovilizada en el sillón, producto de la
indigestión.
La combi Volkswagen no da más y las aventuras de Polo a Polo recién comienzan. En el desierto mejicano, la banda viajera se topó con militares, dudosos mecánicos y dulces familias.
A Don Razo, siempre atento y platicador, también se le veía
contento. Y es que a pesar de la pinta de hippie con la que volvió su hijo
(pelo largo, barba y el mismo eterno pantalón), ambos entendieron la esencia
del proyecto en el que se había embarcado y le brindaron todo su apoyo.
Tere llegó al grado de recolectar ropa para Aldeas
Infantiles SOS y de repartir entre sus amigas una lista con los pocos productos
libres de transgénicos que se pueden adquirir en el súper.
Aun así, sus ojos brillaban cuando volvíamos cabizbajos del
taller: la tardanza garantizaba un día más de compañía.
Estirpe mecánica
Un día de alegría para Tere y otro de frustración para
nosotros. Casi tres meses atrás, Adelita había llegado escupiendo humo y
tragando hectolitros de aceite. Fue entonces que “El Lobo”, un amigo de Robert,
nos recomendó a Rafa Blake (extraño nombre para un mecánico). “Cobra caro, pero
es bueno”, dijo.
La opción más económica era anillar y armar de nuevo, pero
“sin garantía”. La otra, cambiar prácticamente el motor entero. “Si con eso
llegamos hasta Alaska, entonces le invertimos”, dijo Emma.
Y así fue. Muchos chanchitos perdieron la vida para juntar
el dinero. Pero Rafa, que nos había inspirado confianza por sus post religiosos
en Facebook, no parecía muy apurado.
“Dejemos que lo haga bien”, pensábamos. Pero al segundo mes
que el vehículo no salía, decidí viajar a Guadalajara y, de ser necesario,
mudarme al taller.
Dicho y hecho, el siguiente mes, con Robert, fuimos todas las
mañanas. El jefe ordenaba y nosotros corríamos a comprar la pieza. No sé
cuántas vueltas dimos a la ciudad para encontrar el repuesto preciso, la tolva
justa, el tornillo exacto. Pero a todo finalmente lo conseguimos.
Era un juego perverso. El mecánico nos dejaba “ayudarle”,
pero se desaparecía por horas, para llegar con un carro nuevo, que siempre era
más urgente.
Tierra de cochilocos
El día que el motor quedó montado y después de una perorata
de precauciones, finalmente me subí y di marcha. Nunca voy a olvidar la cara de
alivio de Blake, quien entre bromas confesó que pensaba que iba a volar un
pistón.
Lo ideal era asentar el motor por ochocientos kilómetros,
“pero si pasa los cuatrocientos, ya la hicieron”. Así que después de dar
incontables vueltas por el periférico de Guadalajara y de una escapada a lo que
queda del Lago de Chapala, decidimos agarrar carretera.
Y fue justo a los mil kilómetros, que los fierros cedieron,
abandonándonos en plena tierra de cochilocos (*).
La noche fue de terror. Los mosquitos nos devoraban. Cada
camioneta que pasaba, rogábamos que no estacionara y se bajaran nuestros
ultimadores. Cada ladrido, un brinco en el corazón.
A la mañana siguiente, cuando el sol del desierto nos
devolvió a la vida, Rafa Blake giró unas técnicas de resurrección que no
lograron ni la más mínima explosión. El motor estaba muerto.
Al final, Adelita llegó a Saltillo en la espalda de una
grúa. Pero gracias a ello, acabaríamos en el desvencijado taller de un hombre
tosco, borracho, con un pasado de novela, y, claro, sin Facebook. En fin, un
mecánico de verdad, que se convertiría en el oficial de Polo a Polo.
(*) Apodo de un personaje de la película El Infierno,
dirigida por Luis Estrada. “El Cochiloco” (Joaquín Cosío) es un narcotraficante
al que le gusta forrarse en oro y ostentar camionetas de lujo.
Publicada en Pausa #130, miércoles 26 de marzo de 2014
Disponible en estos kioscos
Más información: www.poloapolo.net
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