jueves, 3 de abril de 2014

De Polo a Polo: Por el desierto mexicano

Adelita está al borde del definitivo certificado de defunción. Para peor, se le ocurrió agonizar en plena tierra de cochilocos, donde la violencia campea a diestra y siniestra.


“Fierros son fierros”, había dicho Rafa Blake, la excusa perfecta en caso de que el motor de Adelita no cumpliera la meta prometida: ir y regresar de Alaska. Dicho y hecho, a los mil kilómetros de recorrido, los metales se fundieron y con ellos nuestra esperanza en el mecánico de Guadalajara.
Intentamos conciliar el sueño para olvidar el escenario que nos rodea, pero es en vano. Afuera está el vórtice de la ola de violencia que azota a México y, justo allí, la máquina dio un último soplo de vida.
La resaca y los ladridos incrementan la paranoia. Estamos estacionados en una “vulca” (gomería), a unos sesenta kilómetros de Concha del Oro, Zacatecas, donde las historias de secuestros y atracos a colectivos son el pan de cada día.
“Acá es más seguro que allá”, dice el gomero, señalando las lejanas luces de la estación de servicio. “Ya no abren de noche, porque los asaltaron muchas veces”, agrega, mientras se pierde en la oscuridad con nuestro último vestigio de confianza.
Una opción es dejar el vehículo e irnos. Pero ¿a dónde? ¿cómo? No hay otra que pasar la noche y que sea lo que el destino quiera...

Marcha atrás
Ni sabemos bien por qué elegimos esta ruta. Apenas ayer el plan era llegar a San Luis Potosí y darle un respiro al motor. A esta hora, pienso, estaríamos tomando unas “chelas” heladas en el bar de Ernesto.
La idea de una birra fría me trae flashes de la noche anterior. Fue un fin de semana duro en Aguascalientes, donde paramos a visitar a mi viejo amigo Carlos.
Como Emma y Mihi se adelantaron a Saltillo, Robert y yo fuimos los que aprovechamos el agasajo hidrocálido, que incluyó un día el rancho de Blanca, la novia de Carlos, con caballos, asado y una pesada artillería de tragos.
Al equipo se sumó Leslie, una amiga de Robert que andaba por el rumbo. Carlos y Óscar lideraron la batuta.
Por suerte, el fin de semana arrojó saldo blanco: cero escándalos, ni nada de qué arrepentirse. La borrachera fue tan risueña y alegre que hasta jugamos con los pequeños sobrinos de Blanca, que cayeron de improvisto al rancho Agua Amarilla.

Sunny day
Aguascalientes había sido la prueba de fuego, pues habíamos cumplido los 800 kilómetros necesarios para “asentar” el motor.
El camino desde Guadalajara había sido tranquilo. Casi como un paseo en una tarde soleada de junio. Incluso en el retén militar hubo risas.
—¿Hacia dónde se dirigen, jóvenes?
—A Alaska, oficial, lo dice en el costado de la combi.
—¿Alaska? ¿Y tuvieron algún problema en el camino?
—No, todo muy bien, gracias por preguntar.
—¿Esa cámara está prendida?
—Claro que no, oficial...
—¡Pásenle a revisión!
Uno de los soldaditos se asoma por el parabrisas, pero pega un salto cuando ve que el segundero de la GoPro está corriendo. Desde entonces, evita cruzarse por delante de la camioneta, pero la toma quedará para la posteridad.
Al final, el procedimiento derivó en chistes y los uniformados nos terminaron deseando una suerte que fue poca.

Perla tapatía
“¿Viste?, tu mamá no lloró”, le dije a Robert cuando por fin pudimos salir de Guadalajara. “Es porque estaban las vecinas”, aclaró.
Y es que en el tiempo que duró la reparación, la casa de los Razo Anaya cobró vida. Primero, el regreso del hijo menor, con sus amores. Luego, la alegre visita del cuñado Mihi. Después, el argentino del grupo.
Teresa se lució en la cocina, incluso con la novedad de que su retoño se había convertido al vegetarianismo. Tanto cocinó, que hasta Chai, nuestra perrita, pasó dos días inmovilizada en el sillón, producto de la indigestión.
La combi Volkswagen no da más y las aventuras de Polo a Polo recién comienzan. En el desierto mejicano, la banda viajera se topó con militares, dudosos mecánicos y dulces familias.

A Don Razo, siempre atento y platicador, también se le veía contento. Y es que a pesar de la pinta de hippie con la que volvió su hijo (pelo largo, barba y el mismo eterno pantalón), ambos entendieron la esencia del proyecto en el que se había embarcado y le brindaron todo su apoyo.
Tere llegó al grado de recolectar ropa para Aldeas Infantiles SOS y de repartir entre sus amigas una lista con los pocos productos libres de transgénicos que se pueden adquirir en el súper.
Aun así, sus ojos brillaban cuando volvíamos cabizbajos del taller: la tardanza garantizaba un día más de compañía.

Estirpe mecánica
Un día de alegría para Tere y otro de frustración para nosotros. Casi tres meses atrás, Adelita había llegado escupiendo humo y tragando hectolitros de aceite. Fue entonces que “El Lobo”, un amigo de Robert, nos recomendó a Rafa Blake (extraño nombre para un mecánico). “Cobra caro, pero es bueno”, dijo.
La opción más económica era anillar y armar de nuevo, pero “sin garantía”. La otra, cambiar prácticamente el motor entero. “Si con eso llegamos hasta Alaska, entonces le invertimos”, dijo Emma.
Y así fue. Muchos chanchitos perdieron la vida para juntar el dinero. Pero Rafa, que nos había inspirado confianza por sus post religiosos en Facebook, no parecía muy apurado.
“Dejemos que lo haga bien”, pensábamos. Pero al segundo mes que el vehículo no salía, decidí viajar a Guadalajara y, de ser necesario, mudarme al taller.
Dicho y hecho, el siguiente mes, con Robert, fuimos todas las mañanas. El jefe ordenaba y nosotros corríamos a comprar la pieza. No sé cuántas vueltas dimos a la ciudad para encontrar el repuesto preciso, la tolva justa, el tornillo exacto. Pero a todo finalmente lo conseguimos.
Era un juego perverso. El mecánico nos dejaba “ayudarle”, pero se desaparecía por horas, para llegar con un carro nuevo, que siempre era más urgente.

Tierra de cochilocos
El día que el motor quedó montado y después de una perorata de precauciones, finalmente me subí y di marcha. Nunca voy a olvidar la cara de alivio de Blake, quien entre bromas confesó que pensaba que iba a volar un pistón.
Lo ideal era asentar el motor por ochocientos kilómetros, “pero si pasa los cuatrocientos, ya la hicieron”. Así que después de dar incontables vueltas por el periférico de Guadalajara y de una escapada a lo que queda del Lago de Chapala, decidimos agarrar carretera.
Y fue justo a los mil kilómetros, que los fierros cedieron, abandonándonos en plena tierra de cochilocos (*).
La noche fue de terror. Los mosquitos nos devoraban. Cada camioneta que pasaba, rogábamos que no estacionara y se bajaran nuestros ultimadores. Cada ladrido, un brinco en el corazón.
A la mañana siguiente, cuando el sol del desierto nos devolvió a la vida, Rafa Blake giró unas técnicas de resurrección que no lograron ni la más mínima explosión. El motor estaba muerto.
Al final, Adelita llegó a Saltillo en la espalda de una grúa. Pero gracias a ello, acabaríamos en el desvencijado taller de un hombre tosco, borracho, con un pasado de novela, y, claro, sin Facebook. En fin, un mecánico de verdad, que se convertiría en el oficial de Polo a Polo.

(*) Apodo de un personaje de la película El Infierno, dirigida por Luis Estrada. “El Cochiloco” (Joaquín Cosío) es un narcotraficante al que le gusta forrarse en oro y ostentar camionetas de lujo.

Publicada en Pausa #130, miércoles 26 de marzo de 2014
Disponible en estos kioscos

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Más información: www.poloapolo.net

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