Por Juan Pascual
Bombos y redoblantes, cubiertas quemadas, piquetes, murgas.
Marchas del silencio, marchas de velas en la noche. Apagón. Discursos,
cantitos. Los cortes de ruta de los pobres (2001) y también de los ricos
(2008). Las carpas en las plazas, blancas y negras. Desde la recuperación de la
democracia, los argentinos inventamos mil formas de demandar en el espacio
público. Pero nunca, hasta el corralito, se nos había ocurrido producir un
ruido tan irritante como el de las cacerolas. Y tampoco hubo forma de protesta
que fuera tan bien recibida por las pantallas de TV.
Un cuentito
Le cambiaron la función. Pasó de ser obsoleto a ser
redundante. No fue el único: el capital no puede caminar si no es aumentando la
productividad en el trabajo. Camina sustituyendo carne por máquina. (Cae la
pregunta: ¿y qué vamos a hacer con esa carne, cada vez más, cada vez más
sobrante?).
Engordó en sus horas sin tarea, las mañanas sin motivo lo
deprimieron. Cualquiera hubiera dicho que iba a romperse cuando lo echaran,
indemnización included; fue al revés: miró al futuro con exasperada esperanza,
por sí mismo iba a cumplir con el desafío contemporáneo. Iba a tener éxito.
Solo. Como en las revistas, en la tele, en la radio, en la jalea de sonrisas de
las estrellas. Porque, como ellos, él no era impotente.
Al tipo no le fue muy bien. Una modalidad fiscal, el
monotributo, no implica que uno mute de manso cuerpo en su puesto de trabajo a
voraz y alerta animal del mercado. El mini emprendimiento después fue kiosco,
después fue remís, después fue nada. Tiró así unos cuatro, cinco años. El tipo,
que era cajero bancario humano antes de los cajeros bancarios digitales, creyó
que no estaba apto para competir. La misma sustitución corrieron los
telefónicos, los empleados del correo, tantos otros. El tipo se pensó
incompetente. Y sintió terror.
Con el tiempo, la casa de sus padres iba a ser suya. La
heredó en el 2000, cuando en su propia casa había que hacer malabares
salariales para no reventar. Las cosas estaban fuera de lugar: enviar a la nena
señorita a Disney era más fácil que imaginarse cómo sostener su educación
después del secundario. Los precios no aumentaban, pero el bolsillo estaba cada
vez más flaco. Si todo en el super valía lo mismo de siempre, la culpa de lo
que hay en mi billetera es sólo mía, razonaba el tipo: pocos modos tan atroces
como éste tuvo la Convertibilidad
para encarnarse.
Vendió el hogar de su infancia y depositó la guita en el
banco. En 1989 había aprendido que convenía usar dólares para eso. A las pocas
semanas, en la madrugada (no tenía por qué levantarse temprano) escuchó en el
programa de Daniel Hadad cómo Antonio Laje inventaba un término que se volvería
imperecedero: el gobierno iba a implementar un “corralito”. No terminó de
comprender muy bien el asunto. Cavallo se suponía había llegado a poner las
cosas en su lugar. Todo era traición.
La fachada de su banco tenía las persianas metálicas bajas,
un matón en la puerta. Había perdido su plata en una fortaleza extranjera. Ese
depósito era su único reaseguro para no irse a la B. En su cabeza lo perseguía
una hinchada yuppie “¡Vos sos de la
B, vos sos de la B!”.
Quedó impávido mirando el laminado gris, caliente por el sol de diciembre.
Apoyó la frente un segundo sobre la chapa, recordó además cómo era trabajar en
ese lugar, tomó un pequeño impulso con el cuello y le dio un golpecito de testa.
Repitió el movimiento. Cada vez más fuerte. Se detuvo, bañado con su sangre
bajo la hoguera del mediodía. Trastabilló, una cámara lo estaba filmando.
Cuando se vio borroso, reflejado en la lente, multiplicado en miles de livings,
volvió en sí. Y recién en ese momento oyó los martillazos a la persiana que le
daban otros, como él. Y el ruido de las cacerolas, en la vereda.
En la calle
Muchas fueron las formas para expresar demandas en el ágora
post dictadura. Hemos caminado en ronda silenciosa hasta el momento de los
discursos, hemos batido bombos partidarios, hemos recitado la Constitución, hemos
cantando consignas contra la
Reforma del Estado. Hemos inventado letanías repetidas hasta
el agotamiento, como el “Jubilados, 450” con el que Norma Plá reclamaba un
aumento. Hemos integrado masas compactas y silenciosas para fisurar la
impunidad de los viscosos violadores niñitos bien de las provincias. Hemos
rechiflado por los atentados a la
Embajada y la
AMIA. Hemos puesto carpas por la educación. Hemos decidido
cubrir nuestras caras, para no terminar a los pocos días bajo las balas
oficiales, y llevar elementos de autodefensa para frenar las infiltraciones y
resistir a la montada. Y hemos batido cucharas y cacerolas por los ahorros
perdidos.
Los cacerolazos comenzaron en las puertas de los bancos
mucho antes del 19 y 20 de diciembre de 2001. También antes se había iniciado
la proliferación de marchas piqueteras y cortes de ruta. En los últimos ya
pesaba el yunque del abandono, en los otros el terror frente a la caída,
finalmente materializada. Sólo desde ese punto de vista se puede comprender
que, después de los días de la explosión, retumbara la consigna “Piquete y
cacerola, la lucha es una sola”. Por una vez, ambas expresiones, ambas clases,
confluían en el mismo punto, la intemperie de un calle.
La marea que el 19 de diciembre brotó en la calles de la Capital, como respuesta a
la declaración de Estado de Sitio por De la Rúa, se prestó para que los medios pudieran
deglutir apropiadamente el hervor de protestas de la época. La imagen del
cacerolazo quedó atada a la idea de espontaneidad como virtud republicana
máxima de una movilización. Algo de eso hubo, más allá de la explosión de
reenvíos de mails en la jornada, inmediatamente después de la última cadena
nacional del presidente (en un tiempo donde el concepto de redes sociales
digitales era desconocido y el uso del celular, un privilegio). Detrás del
impoluto espontaneísmo apartidario cacerolero –según la valoración televisiva–
quedaron ocultas las otras expresiones, aquellas que más sufrieron el festival
represivo del 20 de diciembre, aquellas más organizadas, más abandonadas, que
perduraron, se consolidaron y transformaron en el tiempo.
La oreja y la voz
Los motivos del 8N tienen una raíz y una desesperación de
otro orden. Difícilmente haya habido en las diferentes plazas del país
desempleados o famélicos, reprimidos o expulsados. Puede ser que el tipo que
abolló su cabeza o martilló enfervorizado la persiana de un banco en el 2001
hoy esté reclamando porque los vagos que lo asaltan son mantenidos por los
planes sociales que él paga con sus impuestos, después del ciclópeo esfuerzo
que hizo solito para salir del pozo. Sea: ya no hay lugar alguno allí para la
comunión con el piquete. Sin embargo, en la genealogía del 8N no se puede negar
la presencia del 2001. Ese acontecimiento, tal como fue relatado, permite ser
apropiado como gesta propia por quienes se movilizaron ese día. No sólo se
trata de la repetición del cling cling cling –que no es dato menor: ninguna otra
expresión de protesta había retomado el método con tanta adhesión– sino también
de la naturaleza de sus deglutidos valores políticos: desconfianza sistémica
por el orden representativo, desprecio absoluto por las formas organizadas,
espontaneísmo, expresión individualizada de las consignas, marcado recorte de
clase. Posiciones sobre la política que llevaron al agotamiento de la mayoría
de esas organizaciones tan celebradas que alguna vez se llamaron Asambleas
Barriales.
Tres elementos demarcan el reclamo reciente. El primero y
principal, no más Cristina (ver
Pausa #102), fue efectivo para cerrar el
escenario político partidario en vistas a las próximas dos elecciones. Los
otros dos –inflación, seguridad– merecen ser atendidos en su dimensión concreta
más que como distorsión discursiva, falsa conciencia en acto proferida por una
caterva de alienados: no va a ser comparando los índices de seguridad urbana en
nuestro país y en el resto del mundo –que demuestran que la violencia en
Argentina todavía está en pañales– o cómo el salario real aumentó un 35% entre
2005 y 2011 –medido por los institutos provinciales de estadística que usan la
metodología previa a la intervención del Indec– que las demandas cesarán.
El objetivo, en verdad, es comprender la demanda en aquello
que está más allá de lo que se expresa.
Tomadas en su literalidad, toscamente, se estaría pidiendo
una normalización del Indec, terminar con las regulaciones de la Secretaría de Comercio
Interior (y con su secretario, Guillermo Moreno) y, acaso, una reducción de la
emisión monetaria o el gasto público; cárceles con capacidad indefinida y
creciente de presos, y más policía en la calle. Realizar esa lectura implica
una miopía que, en una ucronía, hubiera sido equivalente a retirarse del
Estado, cerrar las instituciones y disolver absolutamente los partidos porque
la plaza reclamaba “Que se vayan todos”. O, en otro sentido, hubiera sido como
creer que había que reformar la
Constitución y entregar todo el poder a las Asambleas
Barriales.
Más que oír cómo el reclamo es digerido por las cámaras, y
actuar en consecuencia, quizá sea hora de plantear con más precisión qué tipo
de política nueva hay que producir para la policía y las góndolas. El
kirchnerismo se amasó a sí mismo a partir de la capacidad de escuchar la
demanda real detrás de lo literal que expresaban las consignas del 2001. Esa es
la oreja que puede disolver el malestar cacerolero. (Esa escucha no tiene por
qué estar necesariamente en el oficialismo, así como tampoco todavía la tiene
totalmente negada).
En este momento, donde la confrontación por la aplicación de
la Ley de Medios
parece cubrir todo el espectro del debate público, el arco partidario está
enfrascado en pensar el 8N con las palabras que los medios le proveen. La única
voz que puede ganar en ello es entonces aquella que pueda erigirse desde el
impoluto afuera de la política. Esa voz tiene un nombre y un apellido: Mauricio
Macri.
Publicada en Pausa #106, miércoles 21 de noviembre de 2012