Santa Fe, territorio de ficciones. La creación artística y su choque con el poder de la teoría
literaria.
Por Analía Gerbaudo (*)
Siempre me llamaron la atención algunos títulos de estudios
sobre literatura como La
República mundial de las letras publicado por Pascale
Casanova en 1999, el Atlas de la novela europea 1800-1900 que Franco Moretti
pone en circulación en 1997 o el El canon occidental. La escuela y los libros
de todas las épocas que Harold Bloom escribe por 1994. El efecto de lectura que
cada uno de estos libros me ha provocado fue más o menos similar: una rotunda
decepción ante la más o menos previsible imposibilidad de cumplir la promesa
que el título realizaba.
El problema no pasa sólo por no poder dar cuenta en unas
pocas páginas (mil páginas es, en cada uno de estos casos, una cifra demasiado escueta para la dimensión del
tema recortado) de semejantes cuestiones sin reducir excesivamente, sin
empobrecer, sin banalizar, sino en especial por no intentar al menos
transparentar la posición (de poder) desde la que se trazan semejantes
dictámenes. Una posición que “habilita” una mirada que circunscribe el mundo a
Francia, Estados Unidos, Alemania, Inglaterra e Italia y, con mucho viento a
favor, alguito más. Una posición que se consolida desde un discurso que se
declina con preferencia en inglés, y en su defecto, en francés, en alemán o en
italiano.
¿Qué posibilidades reales tiene el conocimiento que no se
enuncia, ya no desde esos países sino desde sus instituciones más prestigiosas
y/o que no se articula en esas lenguas, de ubicarse en el debate internacional
de las ideas? ¿Y qué posibilidades tiene la literatura que no se escribe y/o
que no se traduce a esas lenguas de ingresar en estos cartografiados?
A este problema se agrega otro. En el Tercer Argentino de
Literatura celebrado en la Universidad Nacional del Litoral en 2007,
Josefina Ludmer arrojaba un diagnóstico demoledor: “se vende lengua” era la
frase sintética usada para denunciar el aplanamiento del español de
Latinoamérica y su estandarización según la variable peninsular en aras de la
circulación internacional y comercial de los textos. Una práctica resistida
desde las editoriales independientes que apuestan a la escritura literaria más
allá, no sólo del mercado sino también de las morales con las que la ley, en
algunas desquiciadas situaciones y desconociendo las tendencias de producción
artísticas actuales, sanciona su creatividad (el “caso” del proceso a Pablo
Katchadjian por su “aleph engordado” invita a un análisis que excede estas
pocas líneas).
En definitiva, y para decirlo brevemente: la posición
(central o periférica) de los escritores en el campo literario, la lengua
(dominante o minoritaria) desde la que escriben, la editorial desde la que
publican (cabe atender aquí a su prestigio, número de ejemplares y ediciones,
difusión y circulación de sus productos, relación con los grandes medios, etc.)
y el lugar desde el que producen así como la posición de los críticos que los
retoman en el campo de los estudios literarios, la lengua en la que estos
escriben y la institución en la que trabajan condicionan las taxonomías que
ordenan los productos de esas prácticas en locales o universales, regionales o
mundiales. Taxonomías que, en definitiva, no solamente atienden a la “calidad”
del producto, ya sea este un artefacto artístico o de pretensión más bien
científica. Es necesario tener en cuenta estos factores, al menos para empezar
a dudar de estas clasificaciones, a sospechar de su fiabilidad y a estar
alertas sobre sus efectos que se traducen en las prácticas de los lectores en
general pero también en las lógicas de la enseñanza en todos sus niveles y en
las de la investigación que, no suficientemente alertada aún respecto de los
colonialismos, en muchos casos sucumbe ante el deslumbramiento de lo
santificado desde New Haven, Londres o París.
(*) Universidad Nacional del Litoral/CONICET
Publicada en Pausa #161, miércoles 9 de septiembre de 2015
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Foto: Héctor Bruschini
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