lunes, 14 de septiembre de 2015

Carmen

Otro yo mismo, por Mari Hechim

Había un par de guardias en la cárcel de Mendoza difíciles de olvidar. Una era de las que entran a la celda y te ven llorando y te acunan como si fueran tu madre. Otra era una turca enérgica, más joven, que no tenía problema en hacer una requisa que dejara todas nuestras pertenencias en la galería. Caminaba sobre nuestras sábanas gritando que había que admirar la suciedad de estas universitarias mugrientas.
También estaban las presas comunes; las que han robado y las que han matado. Si había una hippie con enrulada cabellera, había caído por asaltar una farmacia. Las que estaban presas por asesinato eran pocas, no más de cinco.
En un penal nadie te cuenta por qué está, a menos que la confianza sea profunda. Te lo cuentan las demás.
Para nosotras era muy importante tener buena relación con todas las internas. El espacio era chico y las carceleras buscaban abrir grietas entre nosotras. Si una presa política se zarpaba, se castigaba a todo el penal con la suspensión de las visitas, el oxígeno que permitía la vida.
Después del 24 de marzo, cuando ya no teníamos ni gimnasia, ni libros, ni lana para tejer, ni visitas, ni juegos de ajedrez, ni nada, era fundamental cruzarse con una común que, a pesar de la prohibición de hablar con nosotras, te susurrara “Ahí te dejé un libro en el baño”. Así se tratara de SidneySheldon, te salvaba la vida por un tiempo, oh, pasar los ojos sobre letra escrita, ventana abierta.
Para Navidad, una compañera que había sido panadera, y que había caído por visitar a su hijo preso político, hizo una gran fuente con empanaditas de hojaldre rellenas con nueces y recubiertas con almíbar, diez para cada una. Probé un par y cambié las otras por cigarrillos con las presas comunes.
De las presas por homicidio, una era mi heroína personal: una señora de cerca de 50 años que, harta de los maltratos de su señor marido, le ubicó un par de tiros. Salió mientras yo estaba allí. Tenía la serenidad de los justos, de los convencidos de que habían cumplido con su misión en esta tierra.
Otra era una salvaje, petisita, voluminosa, arrastraba las chancletas con una sonrisa en su rostro, sólo perturbado por una verruga con vida propia, en su mejilla izquierda. Iba para la cocina con la pava en la mano, “Hola, Turquita”, decía. Y seguía sonriendo. Se contaba que había asesinado a su nieto recién nacido porque la hija era soltera.
Después había una especie de esfinge, de diosa altanera e inmutable. Alta por los tacos altos, se deslizaba por la galería con un deshabillé blanco, con encajes y puntillas. Jamás se ensució las manos con las tareas domésticas que estábamos obligadas a cumplir. Ella pagaba para eso. Era muy joven y el pelo se le alborotaba a la altura de los hombros. De ella se decía que estaba allí pagando las cuentas de su fiolo. Jamás nos dirigía la palabra y, cuando la veías conversar con alguien, mantenía una semisonrisa de franca condescendencia.
Capítulo aparte para María. Por supuesto, no faltaba la compañera que desvariaba diciendo: debemos darnos una política con las presas comunes. En general no era así. Había gente que te caía bien y otra que no, eso era para mí muy sencillo. María era amiga de la Negrita, mi compañera de celda al momento del golpe. Siempre andaban conversando y tomando mates. Ella, en la noche del 23 al 24, tipo 12, aumentó el volumen de la radio. Ya estábamos encerradas desde las 9, quizá, y por ella escuchamos la marcha militar, que nos puso los pelos de punta. El susurro de la Negrita, que cruzó los veinte metros que nos separaba de la celda de ella, pidiéndole que escuchara de qué se trataba, nos garantizaba que al otro día tendríamos toda la información. A los cinco minutos, un furor de tiros y gritos a la puerta del penal nos hizo saber que ya teníamos el golpe ahí dentro.
Carmen. Era la más parecida a nosotras, maestra y joven. Tenía una buena biblioteca. No llegaba a los 40 y era educada y gentil. Esbelta y bien vestida, caminaba con pasos cortos y rápidos, enérgicos. Al verla caminar, no podías suponer que su destino quedaría fijado siempre allí.
Su celda era agradable. Las mujeres con prisión perpetua tenían una celda para ellas solas. Quizá había alguna más cómoda o amplia que otra. Éste era el caso. Una vez me invitó a ir. Al entrar te acogía una visión general de pulcritud y coquetería. Mucho beige elegante, algún trazo oscuro en el acolchado de la cama, un toque de color rosa. Los almohadones decoraban los rincones con cierta furia de volados y flores. Y muchas cositas, cada una con una tarjeta adosada con una cinta de raso o de esas transparentes,que consignaba fecha y autor de la donación. Una pequeña canasta de mimbre: Federico, octubre de 1974. Y un álbum, con cartitas, fotos  y esquelas, y la anotación de fechas y autores. También tenía un pequeño televisor, una mesa de verdad, sillas, estantes con libros. Mostraba con emociónese diminuto reino de objetos que contrastaban con la vida de una cárcel llena de mujeres ásperas que sólo podían soñar con la libertad. Ella no. Tenía un novio, un preso común que arreglaba desperfectos eléctricos en nuestro pabellón, y a quien se lo veía con frecuencia, Federico. Toda una vida resumida en un espacio de dos por tres. Al irme, juré que jamás volvería.
Había sido maestra y había estado casada con un docente conocido por ser militante gremial, muy querido y respetado en la ciudad. Un día, con su amante, habían resuelto matarlo. Lo hicieron de tal modo que pareciera un accidente de ruta, pero los descubrieron. La clave habían sido las contradicciones en las declaraciones de los dos, según se contaba.
En un rincón del penal, había una foto de ese pobre hombre. Las presas habían hecho un pequeño altar, con esa foto, y nunca faltaban ramitos de flores a su alrededor. Por eso se había alegrado con nuestra llegada; ninguna presa común le hablaba; todo era silencio en torno de ella.

Publicada en Pausa #161, miércoles 9 de septiembre de 2015
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