Un gueto negro con 36.6 millones de integrantes, no puede ser otra cosa que una olla de presión perpetua; más tarde o más temprano estalla, y en Baltimore registramos la última explosión. Al calor de las movilizaciones, gatilladas por brutales asesinatos, una pregunta se impone: ¿existe alguna relación entre esas muertes y que los Estados Unidos tengan por primera vez en su historia un presidente negro? Ángela Davis, la célebre discípula de Herbert Marcuse, sostuvo: “Creo que la elección fue algo importante, sobre todo porque la mayor parte de la gente –incluyendo la mayoría negra– no creía al principio que fuera posible elegir una persona negra para la presidencia. Efectivamente los jóvenes crearon un movimiento que consiguió lo que parecía imposible”.
En USA la estructura electoral había seguido (desde la II Guerra Mundial hasta la elección de Barack Obama) una lógica previsible: el sistema elige a los electores y los electores el nombre del presidente. Para consagrar a éste, una costosa interna, con millones de dólares en publicidad, y millares de activistas –pagos o voluntarios–, se libra en el interior de ambos partidos, hasta que finalmente emerge un candidato republicano y otro demócrata; y ambos compiten finalmente en la arena nacional. La mayoría de los ciudadanos permanece al margen, ni siquiera vota, y los que votan integran el consenso del establishment. Esa era la garantía que de algún modo se ha quebrado y por si fuera poco la rajadura tiene nuevos protagonistas políticos: negros y latinos, ambas comunidades jugaron fuerte por Obama. Es decir, los dos grupos más castigados por la crisis, los pobres históricos de la sociedad del consumo, son los que llevaron a un negro brillante hasta la Casa Blanca. En el mundo de los signos esta victoria no constituye un asunto menor.
Sostiene Davis: “El problema es que la gente que se asociaba sí misma con ese movimiento no prosiguió ejerciendo ese poder colectivo como presión, lo que hubiera podido obligar a Obama a moverse en direcciones más progresistas. De lo que hemos carecido en estos últimos cinco años no es del presidente adecuado, sino más bien de movimientos de masas bien organizados”. Sin desconocer las responsabilidades de Obama, la histórica militante negra hace gala de la mejor tradición combativa; una tradición donde la autocrítica sobre el comportamiento político del activismo pone las cosas en su lugar: un movimiento que terminó capturado por las beldades de la democracia representativa y su mercado de signos. ¿Se suponía acaso que el color de la piel del presidente de los Estados Unidos determinaría naturalmente su pertenencia a una “política de la diferencia”, por encima del falso igualitarismo del capital?
Una vez más los números
Según datos oficiales, un año después de que la crisis económica mundial se desató, en el 2008, dando fin a la burbuja de créditos inmobiliarios, un 8% de afroamericanos perdía sus hogares frente a un 4,5% de blancos; mientras que la depreciación de las propiedades aledañas a los barrios negros trepaba al doble que las blancas. En 2014 la tasa de desempleo negra fue de 12,4%, seguida por la latina de 7,9% y muy atrás por la blanca de 5,8%. Junto con esto, el recorte de servicios públicos de salud y educación (en Detroit la policía tuvo que reprimir para desalojar escuelas que iban a cerrar) se sumó a la tendencia privatizante que impactó especialmente en la población negra y latina; ambas comunidades dependen de los desvencijados restos del Estado de Bienestar en mayor proporción que la población blanca, porque en su gran mayoría son pobres y porque en numerosos estados tienen serias dificultades para insertarse en empresas privadas, por el racismo imperante. En agosto de 2011 Obama hizo el siguiente llamamiento: “If everybody took an attitude of shared sacrifice, we could solve our deficit and debt problem next week” [Si todos tuvieran una actitud de sacrificio compartido, podríamos resolver en una semana nuestros problemas de deficit y deuda]. Esta era una curiosa versión del llamado presidencial a “compartir el sacrificio”.
Si a Obama se le reclamaba otra cosa era porque negros y latinos definieron su victoria en las urnas: el 95% de los afroamericanos votantes y el 67% de los latinos votantes lo apoyaron en 2008, según encuestas de la Universidad de Connecticut. Ambas identidades terminaron diluidas en una militancia ciberactivista, decisivas para la victoria. La meritocrática historia del niño hawaiano sin padre recreó el sueño americano. Una vez más, todo vuelve a ser posible. Esto explica en parte cómo ganó, pero poco dice sobre cómo volvió a ser elegido en 2012: ya no hizo de su signo “diferencial” una bandera, bastó con mostrar a quienes tenía enfrente (republicanos con sus campañas de deportación y voto censitario semi-encubierto); había cuerpeado la crisis o al menos eso parecía, y una vez más prometía terminar la guerra interminable.
La guerra recrudeció y el gesto racial del presidente, negro y musulmán, mostró su cáscara vacía. “Yo mismo he sido objeto de este tipo de percepciones equivocadas en el pasado”, dijo Obama, como si esta fuese una desgraciada confusión. La apelación a la historia personal no solo no jugó a favor de la militancia negra, se convirtió en el método de despolitización del signo. Sobre todo cuando la violencia estatal no se detiene en las filas de policías que asesinan a –otros– pobres, negros. Sin embargo, el poder discrecional de la policía, que disfraza una cacería racial, no ha llegado a ser la mayor causa de muertes violentas de negros: cada año mueren asesinados unos 7.000, y en el 94% de los casos el asesino es otro negro. La causa estructural de muerte violenta de los negros es la pobreza, condiciones inhumanas de existencia marcadas por el abuso espectacular de drogas. Por eso, uno de los dos millones de presos que el Estado tiene en prisión es negro, cifra por demás indicativa si consideramos que la negritud representa solo el 12,6% de la población. Acaso es posible ignorar que el Sueño Americano, por más demócrata que sea el gobierno, todavía sigue siendo blanco, masculino y heterosexual; el Estado asegura que la contracara de la onírica prosperidad pague el costo social del desarrollo del capital, en medio de la bancocracia globalizada, y para ello empobrece y criminaliza a medio país. Así, cuando el asesinato de Michael Brown (Ferguson), fue seguido por el de Eric Garner (Nueva York), y puesto en sintonía con el de Trayvon Martin (2012), y la protesta pacífica de Baltimore fue ganada por la violencia policial con despliegue hollywoodense, la furia contenida estalló dejando a 15 policías heridos, 144 vehículos incendiados, 15 edificios quemados y dos centenares de arrestos. La ciudad fue militarizada y declarada en estado de sitio. Obama declaró: “Eso no es una protesta. Eso no es una manifestación. Es un puñado de gente que se aprovecha de una situación, y tienen que ser tratados como criminales”.
El problema es claro: cuando la policía reprime con la consabida brutalidad y mata, la respuesta admitida permite señalar la incorrección de su comportamiento. Como si las víctimas fueran profesores de derecho constitucional en medio de una clase magistral, y no hombres y mujeres a los que se les desconoce sus derechos más elementales; personas, por tanto, con el absoluto derecho a ejercer la autodefensa activa. Obama levanta tímidamente la voz cuando los matan y hace conocer su enérgico repudio cuando se defienden. El viejo método de la Iglesia, tantas veces utilizado, vuelve a funcionar: estoy contigo si te matan y dejo de estarlo si te defiendes. Noam Chomsky dijo que Obama parece negro pero en realidad es blanco, nosotros podríamos aguzar la interpretación diciendo que Obama parece negro pero en realidad es el presidente de la potencia capitalista mundial y eso lo hace representante de todas las desigualdades clasistas, raciales y de género que el capital imponga como necesarias para su desarrollo.
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