ESPECIAL: DIEZ AÑOS SIN SAER | Un recorrido por su obra, de la
mano del crítico Rafael Arce.
Erigir un estilo propio después de Borges, hablado no sólo
de literatura argentina sino también castellana (y con magnitud más discreta,
la universal), resulta una necesidad que cada escritor perseguiría de acuerdo a
varias cuestiones: ¿cómo no ir detrás de una fórmula que ha alzado un nuevo
paradigma, casi una tradición casi litúrgica? O ¿es posible desapegarse por
completo de la influencia? Rápidamente podría decirse que aquella “fórmula” no
se encuentra en ningún recetario y que es imposible ignorar de manera
definitiva el legado borgeano. En 1960, cuando Juan José Saer publicó su primer
libro de cuentos (En la zona), y aunque se le atribuyeron matices de aquél
autor, también se vislumbraban algunos elementos que formarían parte de la
paleta de recursos empleados por el nacido en 1937 en Serodino, a 125
kilómetros de Santa Fe: no se habla, como en otros casos, acerca de “etapas” de
su obra (o sea, se dejan al costado categorías como “joven”, “moderno”,
“viejo”, “clásico”) sino que se la suele reconstruir como un programa, una
unidad por entregas. Unidad que, sin embargo, “constituye uno de los aspectos
más vanguardistas de su labor, puesto que incluso el encaje de sus piezas es
algo móvil, dinámico”, apunta Rafael Arce, autor de Juan José Saer: La felicidad
de la novela, publicado este año.
Saer, que gustaba de pasar seguido por la ciudad, fue la última gran figura de la literatura argentina.
La aparición de escenarios recurrentes como Rincón,
Colastiné o el río Paraná, descritos con delicadísima mesura, es uno de los
rasgos distintivos de la prosa saeriana, compuesta como una mixtura de Faulkner
(quien habitualmente situaba sus ficciones en el condado de Yoknapatawpha) y
Juan L. Ortiz, celebérrimo entrerriano descriptor de paisajes litoraleños. Esa
unidad de lugar no es un simple capricho por cargar de mística a los espacios
natales, sino que operan como evidencia de que no hace falta mudarse a
escenarios exóticos para experimentar una sensación de relación con el resto
del universo.
“No hay al principio nada, nada. El río liso, dorado, sin
una sola arruga, y detrás baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo
suave, medio comida por el agua, la isla...” se lee en Nadie, nada, nunca (1980), libro en el que se pone
en funcionamiento otro de los mecanismos que permite que cada texto opere para
una misma máquina: el protagonismo a cargo de personajes como Tomatis o Pichón
Garay, que no son evocados en varios relatos porque sí, sino que, como comenta
Arce “son iluminados u oscurecidos según el argumento del relato lo requiera;
así se da el desplazamiento de los protagónicos, de modo que el respaldo de los
mismos núcleos espacio-temporales permite también el juego de narrar lo mismo
pero desde distintas perspectivas”.
El factor Saer
Habida cuenta de esos préstamos literarios, esos movimientos
combinados que la crítica fácilmente reconoce habilitan nuevos caminos cuya
impronta es decididamente propia del santafesino autor de cinco libros de
cuentos, uno de poemas, cuatro de ensayos y doce novelas. Esta marca se patenta
en los repetidos y extensos párrafos en las que se apunta con riguroso
detallismo cada partícula del entorno que se relaciona con el cuerpo no sólo
físicamente, en torno a las percepciones, sino también a nivel abstracto,
filosófico; cavilaciones e interrogaciones acerca del estatuto de la verdad, el
tiempo o el conocimiento, no son ajenas a la literatura sino que también son interrogantes
y preocupaciones que le conciernen: “Yo soy ante todo un hombre de letras que
basándose en inquietudes propias ha tratado de aprovechar las posibilidades
literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde
luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de
ciencia, ni como matemático”, le apuntó su admirado Jorge Luis Borges en un
encuentro que se sucedió entre ambos el 15 de junio de 1968 en Santa Fe.
Entonces, se entiende que en la narrativa saeriana exista
preocupación que tiene que ver con los cuerpos materiales que se relacionan con
otros en un marco espacial, una “filosofía materialista”, según la crítica, que
tiende a una reivindicación de la experiencia. Tan habituados a la lógica científica,
a través de la cual se desprenden alargadas extensiones de clasificaciones y
categorías, en novelas como El limonero real (1974), un isleño vuelve a andar
una jornada densa haciendo la propia réplica de Ulises o de la Odisea misma con Rincón
como escenario, con una bruja de pueblo como Circe, con un tuerto como Cíclope.
De esta manera, quien fuera docente de la Universidad Nacional
del Litoral y de la
Universidad de Rennes ensayó un gesto de provocación durante
el auge del realismo mágico latinoamericano. De esta misma novela se han hecho
eco otros lenguajes del arte como es el caso de Jorge Fandermole con su canción
homónima del disco Navega (2002) y la noticia reciente de la adaptación
cinematográfica de Gustavo Fontán, que se rodó íntegramente en Colastiné
durante marzo. A propósito de este género, cabe rescatar que Saer escribió los
guiones de Palo y hueso (Nicolás Sarquis, 1968) y Las veredas de Saturno (Hugo
Santiago, 1985).
Borradores inéditos: Papeles de trabajo IV es el volumen de
ensayos que saldrá publicado antes de fin de año. Recién a una década de su
licencia definitiva, el éxito editorial alcanza a un autor que, desentrañando
la mística litoraleña, se ganó un lugar en el canon de literatos argentinos. Si
bien ese lugar privilegiado era algo que estaba lejos de su simpatía, su
trabajo bien lo vale, incluso hasta en esa única oración que llegó a escribir
para el capítulo final de La grande (2005), la que sería su novela más extensa:
“con la lluvia, llegó el otoño; y con el otoño, el tiempo del vino”.
Publicada en Pausa #156, miércoles 17 de junio de 2015
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