Variopinta, por Federico Coutaz
Todos los días era el cumpleaños del Polaco. Al llegar a la
esquina de su casa, alguien preguntaba qué día o fecha era y el Coty sacaba de
su mochila una agenda o un cuaderno que él daba por agenda, aunque lo más
probable es que no sacara nada y pasara entre sus dedos hojas invisibles, antes
de anunciar con fingido asombro que, una vez más, era el cumpleaños del Polaco.
La ceremonia era sencilla, en el trayecto que nos separaba
íbamos juntando piedras, palos y cualquier cosa que se pudiera tirar, una vez
frente a la casa procedíamos a cagarla a cascotazos hasta que el Polaco salía y
corríamos muertos de risa y de miedo. Germán sabía correr más rápido que
cualquier persona del mundo.
Casi todas las veces la persecución era más bien imaginaria,
aunque alguna que otra vez sucedió. Recuerdo con precisión sólo una, salió
gritando con un escurridor, nos corrió hasta la calle y nos tiró con el palo,
sin puntería.
En invierno, el Polaco salía a barrer la vereda en calzoncillos,
campera y borceguíes. Hablaba solo, a veces eran largas proclamas que
anunciaban catástrofes y castigos, nombraba militares y hombres de barba. No se
entendía todo, no pronunciaba bien y saltaba del susurro balbuceante al alarido
furioso. Usaba siempre una peluca rojiza algo desteñida.
Desde la vereda de la casa de Jimena, que vivía enfrente,
escuchamos uno de sus parlamentos, era sobre la novela de la tarde, Estrellita
Mía, con Andrea del Boca. El Polaco decía que si Estrellita no decía la verdad
iba a ser castigada por Dios.
Creo que nadie en el barrio quería al Polaco, su existencia
era perturbadora y desafiante. Todos, en silencio, le temían o lo despreciaban.
Jimena no le tenía miedo y de alguna forma lo quería o se apenaba por él.
Además, posiblemente creía lo que nos decían en catecismo, su mamá era
catequista.
Publicada en Pausa #154, miércoles 20 de mayo de 2015
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