El equipo de Polo a Polo llegó al extremo norte de Alaska
para iniciar una aventura continental que los llevará desde el Círculo Polar
Ártico a la Patagonia
argentina.
Por Pato Che
Otra vez este maldito río. Pienso en las turbulencias de La Setúbal y en sus
incontables peligros. Pero no hay forma. El Teklanika me hace temblar las
gambas.
Ni los 16 mil kilómetros que manejé desde México hasta
Alaska, ni la varada al norte del círculo polar ártico, me alarmaron tanto como
estos escasos metros que me separan del “santuario del viajero”.
Sé que es una tremenda idiotez. Chris McCandless hubiera
dado todo por cruzar para este lado, pero yo insisto en sumarme a la horda de
ilusos que va en sentido contrario, arrastrada por la crónica de una muerte
anunciada.
El inusual “verano indio” ha dilatado la caída del invierno.
El otoño es idílico, pero amenazador. El hielo que custodia al Denali se
empecina en bajar por esta cuenca que se ve desde el espacio.
Hace apenas una semana, sentí la furia de sus aguas
glaciares. Después de varios intentos de cruzar con mis “chaparros” amigos
mexicanos, me aventuré solo. No llegué ni a la mitad. Solo unos pasos y caí
arrodillado ante su majestad.
Esta vez vengo “preparado”, con una cuerda de dudosa
procedencia y un bote inflable de 30 dólares, que no inspira ni un paseo en una
Pelopincho. Encima, una inevitable ruptura amorosa agrega toneladas a una
mochila que nunca estuvo tan pesada.
Pero acá estoy y me veo del otro lado. Confiado en que la
mecha de este sueño solo está húmeda y que una brisa suave encenderá la chispa
adecuada.
La estampida
Buscar información sobre el Stampede Trail es adentrarse en
un mar de inseguridad. El sitio web más completo, con coordenadas satelitales y
demás, está descontinuado desde 2010. Año fatídico, el de la última víctima
mortal.
Los consejos son apreciables, pero todos acaban en uno:
“cuando llegues al río, medítalo, no vale la pena arriesgar la vida”. Bien,
gracias.
La caminata empezó tarde, después de una noche de terrible
desvelo. Pero fue tranquila. Un spot perfecto para acampar, un crepúsculo
inspirador y el regalo más preciado de la noche alaskeña: la aurora boreal.
Fue mi revancha. Hacía seis años que la había perseguido en
el otro fin el mundo. Más de un mes de espera en Laponia, territorio saami. En
aquella ocasión, los verdes fueron fugaces y la cámara no ayudó. Esta vez,
gracias a la ayuda de dos amigos entrañables, tuve un lente más decente.
Emma, Robert y Chai (la perrita de la expedición) han caído
rendidos. Pero yo me aferro a ese espectáculo nocturno como si fuera un augurio
de victoria. El Jack Daniel’s ayuda a mitigar el frío del cuerpo, pero los
vientos helados que soplan desde el otro lado del Atlántico, me congelan el
alma.
La mañana nos recibe con un poema de sol y hielo. Novatos,
continuamos cambiándonos de calzado en cada charco, hasta que la realidad se
terminó por imponer a la fuerza: caminar con los pies congelados o avanzar a
paso de tortuga.
Un riachuelo helado y otro más. Una interminable y dulce
tortura.
La advertencia
¿Este será el Savage? Nos preguntamos en cada arroyo que
amaga con convertirse en río.
“El Savage va a ser una probada de lo que les espera en el
Teklanika”, habían dicho los dos rubios que vimos al inicio del camino. Ellos
lo habían logrado, pero sus rostros desencajados no podían ocultar el susto que
se pegaron. “La vuelta estuvo wild, los ríos crecieron. Pero ustedes son tres,
les va a ir mejor”. Sí, cómo no.
El verdadero Savage nos recibió con una advertencia. Mis
compañeros pasaron de largo, pero yo me detuve en un montículo de piedras que
resultó ser un memorial: “Claire Ackermann. 14 August 2010. Rester C’est
Exister. Voyager C’est Vivre” (“Quedarse es existir. Viajar es vivir”).
Recién ahora, mientras escribo esto en la comodidad de un
hogar prestado, me atrevo a indagar. Googleo su nombre y el rostro de la sueca
aparece en primer plano, pero ya no es el de la foto que está ahí. Ya no hay
sonrisa. Ya no hay vida. La historia en pocas palabras: un sueño, dos personas,
un error fatal.
Pero para entonces estoy más preocupado por pasar el río. Le
doy vueltas y vueltas y no encuentro el punto seguro. Mis años de boy scout, de
nadador, de clavadista improvisado, se acaban acá.
La prueba
Sé que puedo, incluso nadando y arrastrando la mochila. El
agua está helada, pero la temperatura ambiente aguanta como para no caer en la
hipotermia. Sin embargo, no estoy solo. Sobre mis espaldas cargo la
responsabilidad de las personas (y el animalito) que más admiro en esta vida.
Finalmente, me decido. Elijo el tramo más corto, pero el
último metro y medio es intenso. Ya en el agua, me doy cuenta de que es mejor
soltar el palo que hace de báculo y lanzarme con la esperanza de que esa rama
me aguante.
Y lo hace. Doy un salto y me sujeto de la punta de ese
pinito que se resiste a ser arrastrado por el río. En una fracción de segundo,
la corriente me azota contra la costa. Subir requiere esfuerzo, pero es lo de
menos, ya estoy del otro lado.
La adrenalina retarda los escalofríos y me las arreglo para
pasar bultos hasta que llega mi ropa seca.
Ahora es el turno de Robert. El mosquetón anclado al jean y
que sea lo que sea. De un tirón, lo arrastro hasta la rivera, pero no lo puedo
subir. La soga está atorada en una rama. Estoy tranquilo, porque lo tengo
agarrado de un brazo, pero su desesperación es lógica. Al final, opta por lo
más sencillo: se desprende el pantalón y sube en pelotas. ¡Corten! La cámara
deja de filmar.
Es hora de Chai. Los nervios de su mamá no me dejan otra que
cruzar el río de regreso. Esta vez opto por caminar por un punto que parece más
bajo. El agua me llega hasta los muslos y me hace tambalear, pero aguanto.
Pongo a Chai en su mochila y al agua pato (y perro). Una
sumergida rápida y estamos del otro lado.
Ahora solo falta Emma. Está al punto del llanto, pero se
atreve. No requiere mucha ayuda. Es hora de secarse y seguir camino.
No pasarás
Mientras me pregunto si elegimos el mejor punto para cruzar,
veo un recipiente de plástico pegado a un árbol. La curiosidad me mata. Lo abro
y hay una libreta y una lapicera. Son los nombres de gente que ha cruzado por
ahí. Hay registros hasta en agosto, el mes más temido. Mis respetos.
Comienzo a caminar con la esperanza de que el Savage haya
sido el Teklanika, pero una hora y media más tarde, nos recibe el monstruo.
Ya sin fuerzas, buscamos los puntos adecuados. Es en vano.
Caminamos río arriba la milla recomendada, y aunque el agua se divide en varios
brazos, su fuerza no disminuye. Mejor esperar a mañana.
Al día siguiente, el milagro no llega. Intentamos cruzar por
“la playita” que vimos ayer, pero no podemos. Intento solo. Nada. Otra vez el
agua y el temblor que se convierte en lágrimas.
Derrotado, emprendo el camino de regreso. Tengo que dejarlo
ir, pero no puedo: el próximo fin de semana, lo intentaremos otra vez...
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En Pausa #142, miércoles 24 de septiembre de 2014. Pedí tu
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