Variopinta, por Federico Coutaz
No puede dormir, permanece quieto y fuerza un poco la
respiración como simulando o más bien sugiriendo que está dormido, lo hace sin
convicción ni esfuerzo. Escucha los ruidos de la calle, lejanos, regulares. El
silencio es eso, tiempo y espacio, y la respiración de la mujer que está
abrazando por la espalda. Por un momento teme que ella no esté dormida sino
fingiendo o sugiriendo, como él. Repentinamente se siente incómodo ante la
posibilidad de cualquier palabra.
Teme especialmente a cualquier pregunta, porque sabe que no
sabe la respuesta de ninguna, que no tiene mejor respuesta que el silencio, que
cualquier otra cosa va a ser menos o va a ser peor.
Cierra fuerte los ojos, recuerda un patio que vio cuando era
chico, con un millón de margaritas y un aljibe. Después un pueblo de Chile que
todas las tardes se cubre de niebla y una plaza de bosque donde una nena muy
chica tocaba el violín y lo hizo llorar.
Una frenada en la calle los sobresalta, abre los ojos en la
oscuridad y siente que esa cama es un territorio tan lejano y extraño como
aquellos, la mujer sigue de espaldas, definitivamente está dormida
Vuelve a pensar en lugares remotos, ahora en un caserío con
bar, perdido en la puna boliviana, donde para un colectivo que va a Potosí, es
un lugar de esos que parecen existir sólo en algunas noches de realidad frágil,
piensa que sin embargo ese lugar existe en este preciso instante en que él
piensa, y que mañana, cuando el sol derrita las huellas del insomnio, también
existirá y todo eso le parece algo difícil de creer.
En Pausa #142, miércoles 24 de septiembre de 2014. Pedí tu
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