Mil mates
Por Fernando Callero
Por Fernando Callero
Los mundiales me hacen recodar otros mundiales, pero no los
años ni los resultados, sino la temporada de invierno en que suceden. El cielo
así como hoy, 5 de julio, en que el equipo argentino derrotó a Bélgica,
ingresando de lleno en las semifinales.
No sé nada de fútbol, en todo caso lo básico del juego, pero
soy incapaz de armar esas historias tramadas con colores y héroes con que veo
fascinarse a tanta gente. Confieso que me da un poco de envidia, una soledad un
poco resentida, porque por más que lo intente, el ruido blanco de los partidos
me duerme, ese drone ansioso que pone a temblar a todos en las tribunas o
frente a la pantalla –algunos por laburo reciben todo el comentario por los
auriculares de sus Ipods y teléfonos, la vieja escuela de la transmisión
radial– con picos intempestivos de estrés, y levanta en vilo a los cuerpos para
después tensarlos como gatos frente a la presa, una laucha que es una porción
de victoria, una conversión, la entrada de un balón en el arco: gol.
Entonces ya estoy hablando de fútbol. En cierta forma logré
romper la corriente. Voy a jugar un poco con estos temas.
El primer Mundial que recuerdo haber vivido fue el Mundial
78 –el del 74 lo pasé tomando teta–. Yo tenía 6 años y me acuerdo bastante,
mucho más que de todos los que siguieron. El equipo estaba conformado por
Ardiles, Kempes, el pelilargo goleador que sostuvo impecablemente el 10 en su
casaca hasta el final, Pasarella, que era el capitán, Leopoldo Jacinto Luque,
que pasó a la historia con un golazo de palomita frente a no sé qué equipo, un
tal Gallego, y no sé si algún otro nombre. ¡Ah!, ¡sí!, el conejo Tarantini que
tenía una porra redonda de rulos rubios... Bueno, de esos me acuerdo. En casa
se empezó a vibrar tarde la victoria, al ingresar a las semifinales, pero yo
frecuentaba la casa de mi amigo Juanchi, que eran fanáticos y tenían gorros,
banderas y esas trompetas de plástico que hay que saber soplar para que suenen,
las primeras vuvuzelas. Con Juanchi picábamos papel de diario en grandes bolsas
que salíamos a tirar por las calles del barrio después de cada triunfo de
Argentina. ¿Se acuerdan del 6 a 0 a Perú? Dicen que fue comprado. La colecta de
pequeñas piezas se volvió de pronto un zafari de caza mayor: la copa del mundo,
su redondez de oro encegueciéndonos.
Pero la gloria vino esa noche en que cayeron mis tías a
casa, después de la final contra Holanda. Salimos a la calle, primero caminando
con los vecinos hasta el centro. Mi viejo no tenía auto. El mundo se quebraba
de emoción. Íbamos todos hacia ningún lugar, girando y gritando una alegría
superior a lo que al menos yo podía soportar en mi pecho. Estaba ciego de
lágrimas en la capota de una camioneta bordeaux de un conocido, agitando una
bandera de Argentina a los balcones de calle Entre Ríos empecinados de gente
bien. Y de ellos al cielo de Dios, que en ese momento, sin lugar a dudas, era
argentino.
En Pausa #137, miércoles 16 de julio de 2014. Conseguilo en estos kioscos.
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