Recuerdos actuales sobre el subcomandante Marcos, a miles de
kilómetros de Chiapas.
Por Juan Pascual
Entonces, uno miraba para el costado y para atrás y decía
“vamos”, y no iba nadie. O al menos así se sentía. El sindicalismo –en su parte
más gruesa y antaño poderosa– había pactado el poder para sus burocracias y el
engorde de sus obras sociales a cambio de las privatizaciones y la destrucción
absoluta de la seguridad social. Había entregado todo, a los trabajadores en su
presente y en su futuro. El sistema de partidos se disolvía en una foto blanco
y negro que mostraba a Alfonsín y a Menem, de espaldas, caminando por Olivos y
sobre la
Constitución. Era el principio de la decadencia de la UCR y la cúspide del peronismo
neoliberal. En la intemperie, las movilizaciones del 24 de marzo eran el ritual
donde con los dedos de la mano contábamos los jirones de nuestras fuerzas
reducidas a su mínima expresión, mientras que en las marchas de los estatales,
empleados públicos, docentes y de la salud, se cifraba la naciente CTA.
Todavía, los piqueteros no habían irrumpido.
Midamos con tiempo: recién se habían cumplido once años de
democracia y apenas habían pasado cinco años de la caída de Muro de Berlín.
Para la clase de fines de los 70, los futuros constructores de la democracia,
los hijos de la sangrienta derrota, las tradiciones y las guías, las señales y
los programas, la gramática de la época se mostraba en un torbellino confuso.
No sólo parecía no haber una lengua que aglutinara entre los escombros, sino
que además era complicada la construcción de una voz que, acaso, nos
perteneciera o, al menos, fuera actual y potente ante esa marea que combinaba
el advenimiento de la competencia carnicera como modo de vida y la repetición
incesante del Gomazo (la génesis balbuceante del tinellismo) como modo de
pensamiento.
Desconfianza, reticencia, retirada, desconcierto. La clase
de fines de los 70, los hijos de los militantes, la promesa de futuros jóvenes
que iban a trazar un tiempo nuevo, se desvanecía en una suerte de dislexia
política. Organizaciones arrasadas, palabras sin anclaje en el presente,
soledades sin remedio nos miraban como si no tuviéramos un rostro propio. Tal
vez no lo teníamos. Tal vez estábamos esperando revelarlo en el 2001.
Por la tele nos llegó una novedad. El tipo que no tenía
rostro y que hablaba con otras palabras y de otra manera. Abajo y a la izquierda;
mal gobierno; cambiar el mundo sin tomar el poder; una capucha, una pipa, un
fusil, ¡un caballo! Indigenismo, enfrentamiento a los tratados de libre
comercio impuestos por Estados Unidos, comunalismo, horizontalidad, asambleísmo
y, sobre todo, dos posiciones para ser automáticamente absorbidas: primero,
demandarle a la democracia que sea más democrática –un reclamo paradojal que le
metía un tiro en el ojo a la partidocracia–; segundo, dirigir un movimiento
desde un liderazgo subalterno. Porque Marcos no era comandante, era
subcomandante, y no hablaba con la prosa resquebrajada del púlpito de los
iluminados sino con una profunda lírica que acercaba la lucha a la sensibilidad
de los sentidos.
Antes que movimiento concreto, el zapatismo fue asimilado, en
un primer tiempo, como estética juvenil y como problema para el pensamiento
académico. A favor, o en contra, las crónicas sobre el impacto local del
alzamiento en Chiapas, a partir de 1994, no olvidan las canciones de Manu Chao
y los morrales, las recorridas por Latinoamérica y los debates en las aulas
universitarias. Más allá de los Caracoles y las Juntas del Buen Gobierno, el
movimiento que se encarnaba en el encapuchado de la selva Lacandona era
traducido, miles de kilómetros al sur, no como un ejemplo a replicar ciegamente
sino como una respuesta creativa a considerar en las acciones a tomar
posteriores al cataclismo que ya era presente en la segunda mitad de los 90.
Así, poco a poco, sus trazas se diseminaron a un nivel que hoy parece
enterrado. Desde las lógicas de la construcción independiente y de base hasta
las capuchas en la calle, pasando por los inusitados encadenamientos entre los
nuevos movimientos sociales, la referencia en el zapatismo no era explícita,
pero sí se podía oler en la búsqueda de un tipo de formas menos verticales, más
flexibles, más autónomas y horizontales, más próximas al lema “mandar
obedeciendo”, más coherentes con el mandato de sostener la “dignidad rebelde”.
Cuando bajar un .jpg de Internet todavía se sentía casi como
un acto de hackeo, el zapatismo ya le daba un uso a la red que lo situaría en
la vanguardia: las declaraciones desde la selva se copiaban y luego se
viralizaban a través de los correos electrónicos y el remoto mandato de hacer
explotar mil vietnams reencarnaba de formas oblicuas y microscópicas, todas con
la marca de la democracia y el anticapitalismo.
Hoy, toda esta terminología parece provenir de una jerga
caduca e impotente. Tal vez haya algo de verdad en ese desprecio. La
reconstrucción post 2003 fue mutando y, en la actualidad, aquellas
organizaciones que podían comprenderse a partir de aquellos métodos –alguna vez
tildados de posmodernos– devinieron en la disolución, el disgregamiento o la
simple reincorporación en las renovadas formas partidarias, sobre todo cuando
se cerró, después de 2008, el espacio kirchnerista.
Quizás hayan sido formas para el momento de la resistencia.
Es una mirada triste, nostálgica, sobre el asunto. Más cuando también se puede
observar cómo, de manera cada vez más acelerada, el rejuvenecido espacio
partidocrático va retornado a sus prácticas más ciegas y torpes: la persecución
de la crítica, el ninguneo de lo diferente, la veneración de la lealtad y la
orden en contra de los supuestos principios. Es decir, va cristalizándose,
endureciéndose, cerrándose. La nueva política empieza a oler a viejo. Y no a
viejo sabio, sino a viejo lento, mañoso, estéril.
Frente a ello, la defensa de la horizontalidad como modo de
producción e innovación política se hace imperativa, pero no sin un aprendizaje
necesario, que podemos puntuar en un notable y recurrente olvido que signó la
asimilación vernácula del movimiento mexicano: el zapatismo, antes que nada y
primero que todo, era un Ejército.
Lo recuerda su nombre mismo, Ejército Zapatista de
Liberación Nacional. “Es nuestra convicción y nuestra práctica que para
rebelarse y luchar no son necesarios ni líderes ni caudillos ni mesías ni
salvadores. Para luchar sólo se necesitan un poco de vergüenza, un tanto de
dignidad y mucha organización”, dijo Marcos el 25 de mayo, en el anuncio de su
transmutación hacia el subcomandante Galeano, una nueva voz de un nuevo
zapatismo. Habían pasado 20 años de historia y de lucha armada. Ese Ejército
aguantó, sin bloque soviético detrás y a años luz de los 70, a las fuerzas
armadas regulares y paramilitares del Estado. Con todas las letras: a pesar de
las derrotas y las masacres sufridas, el Ejército Zapatista sostuvo el control
de su territorio contra tropas cuyo poder de fuego hasta contaba con apoyo
norteamericano. Es más, tan picantes resultaron estas tropas oficiales que de
su primera resaca se conformó otra armada regular criminal de ocupación
territorial y dominio soberano: los Zetas, dueños del narcotráfico en el
noreste y parte de la costa occidental mexicana, presentes también en
Guatemala.
“Mucha organización”, dice el Marcos armado, con cientos
combates detrás y con marchas de millones de personas al corazón mismo del DF,
el mítico Zócalo. Eso es mucho más que asambleísmo participativo y democracia
anticapitalista. Es una exigencia para quienes desde acá bregan por la mirada
“desde abajo y a la izquierda”. Y esa exigencia es también una tensión, porque
apunta a aquel viejo olvido sobre lo que implica el término inicial Ejército
–olvido que quizá se fundamenta en cómo las orgas de antaño operaban como
extenuadas máquinas de asfixia– y al resguardo de aquel fervor por la política
como quehacer colectivo donde la representación no equivale al bloqueo de una
vida pública donde la diversidad de los muchos sea la que explique la
transformación de la realidad.
Ahora, cuando en el horizonte próximo se observa cómo el
invierno se aproxima, la oportunidad y el desafío para los que quedaron pujando
fuera de encuadre –y para los que dentro del juego van a quedar en franco
orsái– demanda no perder de vista esta tensión que el zapatismo resolvió a pura
asamblea y a puro fierro. Mandar obedeciendo ha de ser una consigna que, en
lugar de licuarse en sucesivas idas y vueltas declarativas o sofocarse bajo el
peso de las estólidas estructuras, genere nuevas realidades concretas y
contundentes como balazos revolucionarios.
Publicada en Pausa #135, miércoles 11 de junio de 2014
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