La meca del folklore tuvo una aciaga edición en este verano.
Por Pablo Ayala
Pasaron las vacaciones y con ellas los festivales, dejando
el tendal de opiniones encontradas, frustraciones, alegrías, experiencias y de
todo un poco…
Comienzo a escribir con una sensación relacionada con el
paso del tiempo: ¿Alguien tendrá ganas de hablar o de leer sobre Cosquín,
siendo que ya pasó hace más de un mes? Por otra parte se me vuelve ineludible,
al menos desde el deseo de que determinadas cosas alguna vez cambien. Corren
buenos tiempos para las luchas por los derechos y las revisiones sobre lo que
fuimos y lo que somos. Entonces, a ver que pasa por acá…
La última edición de Cosquín dejó mucha tela para cortar:
maltratos, desaciertos y muchas personas opinando de esto y aquello.
Cierto es que uno siempre opina según como le fue en la
feria, y vamos a encontrar numerosas versiones y opiniones al respecto. Para
empezar intentaré identificar el objeto de análisis: Cosquín. ¿Qué pensamos
cuando pensamos en Cosquín? O en todo caso: ¿Qué es para cada uno de nosotros?
Cosquín es una ciudad en la cual se gestó el mayor festival
folklórico de Latinoamérica del último medio siglo. La asociación
ciudad-festival es automática y, como regla general, cuando pensamos en Cosquín
pensamos en el festival. El festival propiamente dicho es eso que acontece en la Plaza Próspero
Mólina, aunque sería necio decir que Cosquín es solo eso. La verdad es que uno
puede ir a Cosquín (ciudad-festival) y vivir la experiencia folk a pleno sin
necesidad de pisar siquiera la vereda de dicha plaza (en breve me despacho con
unos numeritos porque, como dijo Homero, ¡ahora se puede demostrar todo con las
estadísticas!)
Liliana Herrero y Juan Falú no la pasaron bien en la Plaza Próspero Molina. Y eso que era un homenaje.
Dura nueve noches (con algunas excepciones), la plaza tiene
capacidad para unas 11.800 personas. Pero la cifra de turistas durante esos
días en la ciudad supera ampliamente los 100.000… Entonces ¿hacemos bien
pensando que el festival solo es lo que ocurre adentro de la plaza, si a simple
vista representa algo menos del 10% de un fenómeno cultural que se da en cada
rincón de una ciudad a la que le cambia por completo la fisonomía?
El encuentro nació en 1961 por la necesidad de retener gente
y sacarse la fama de “pueblo de tuberculosos”. Cortaron la ruta que unía
Córdoba con La Rioja
levantando un tapial y ahí armaron el primer escenario. Fue un recurso valiente
para activar la economía regional y la realidad dicta que la ciudad sigue
viviendo de este y otros rebusques que fueron instalando con los años. No digo
que esté mal, solo hago la mención de que la economía y el negocio estuvieron
siempre y siguen estando en el medio…
Van 54 ediciones, y es, como se dijo el mayor festival
folklórico de Latinoamérica.
El formato “festival” tiene sus peculiaridades y con ello
sus claroscuros. Por un lado uno puede empalagarse con una seguidilla de
artistas por precios accesibles. Están quienes van a ver a uno en particular y
poco le importa el resto de la grilla, cuestión que se traduce en aburrimiento
o cierta desidia y sus derivados: ruido, molestias, faltas de respeto...
No pocos desde su lugar de artistas o público han abandonado
el formato por estas y otras razones, pero lo cierto es que cada verano aparece
cierto magnetismo y los ojos se ponen en estos eventos como quien mira a una
pareja que fue hermosa y nos rompió el corazón pasando por la vereda de enfrente...
Queda en claro la fuerza del elemento nostálgico. Miramos
por lo que fue más que por lo que está siendo. Y los enojos, las críticas,
muchas vienen por ese lado. Se compara al festival con ese festival “casi
mitológico” que habita en la memoria colectiva. Posiblemente un proceso de
decantación mental seleccione los momentos memorables y descarte otros que no
lo son tanto para formar dicha memoria. Comercio y negocio hubo siempre a la
par del hecho artístico en distintas medidas. Es evidente la necesidad de un
replanteo, visto y considerando que la última edición del festival es
considerada la peor de la década, cuando no de la historia.
Tuvo muchas caras Cosquín y lo vimos de distintas formas.
Daniel Toro contaba sobre la primera vez que estuvo en el escenario, que se
encontraba enfrente de la plaza, sentado en el cordón de la vereda con su
guitarra, por algún motivo el artista programado se retrasó y fueron corriendo
a buscarlo solo para llenar un espacio. Cosas así hoy día son imposibles,
porque ha cambiado mucho el tiempo y las prisas. Hoy los tiempos del festival
son los tiempos televisivos. En los años 80 (de los cuales guardo el recuerdo
niño y presencial, pues no había discusiones respecto de las vacaciones
familiares: eran en Cosquín, cada año, siempre) la televisación duraba 2 horas,
de 22.00 a 24.00, los artistas en general subían e interpretaban dos o tres
temas, dando lugar al siguiente. Por televisión se veía una muestra. Terminada
la transmisión todos los artistas volvían y desplegaban sus actuaciones sin esa
prisa, en comunión con el público que, si estaba a gusto, extendía dichas
presentaciones.
El negocio, el comercio y la televisión, como una variante o
una ampliación del mismo: se me hace que por ahí anda el problema que ha
convertido a un fenómeno artístico en un fenómeno casi de circo. No hay pausas,
no hay tiempos (muchos artistas tienen 8 minutos, o incluso menos, para entrar
y salir de la escena). La comisión manifestó sentirse presionada y justifican
desde ese lado la forma en que se arma la programación. ¿Presión de quién? es
la pregunta que queda en el aire. La tele, los auspiciantes (que buscan meter
sus propios números), las discográficas (que aún empuñan los vestigios del
poder que otrora supieron tener) son los mayores sospechosos (pues es obvio que
los presionados no se han expresado al respecto, y no lo harán... sería
morderle la mano al que le da de comer. ¿Estarían dispuestos a hacerlo? Lo
dudo... Tiene muchas preguntas y pocas respuestas esta crónica. El territorio
es complejo).
Viene que buscándolo o por casualidad, en algún momento este
festival se convirtió en un espejo de la realidad cultural del país,
posiblemente por el fenómeno aglutinador de artistas y no más que eso. Hay
quienes postulan que Cosquín debe ser ese espejo, casi otorgándole una misión.
Pero, ¿puede Cosquín representar fielmente la vida cultural de todo un país,
ser un espejo de lo que somos? Lo cierto es que es una ciudad que, según el
último censo, no llega a los 20.000 habitantes. Al festival lo maneja un
seleccionado de estas personas, la Comisión Municipal
de Folklore. Visto desde este lado sería al menos arriesgado otorgarle la
representatividad…
El pasado pisado y pisoteado parece ser un resumen de la
edición 2014. ¿Qué pasó a ciencia cierta y en muy resumidas cuentas? Una
maratón de números artísticos de dudosa o nula calidad y un muy repercutido
maltrato a Juan Falú quien, junto a Liliana Herrero, Lilián Saba y Marcelo
Chiodi, realizaron un homenaje a Eduardo Falú. Debían entrar a la una, los mandaron
pasadas las tres y media, y frente a las críticas de Juan y Liliana, que
obviamente no se quedaron callados, hicieron girar el plato antes de que puedan
concluir la presentación estipulada.
Entonces, lógicamente, aparecieron numerosos repudios, la
solidaridad con los desplazados, y opiniones como la necesidad de “refundar” el
festival, planteada entre otros por Teresa Parodi. Muchos somos los que por una
cuestión de asiduidad y de afecto sentimos al festival como algo propio. Pero
lo cierto es que si alguien debe refundar el festival son los propios
coscoínos. Si quieren ayuda y la necesitan son muchas las personas dispuestas,
los artistas, pensadores y actores culturales que se han expresado al respecto
pero, como digo, de ellos depende. Comparto un texto de Jorge Marziali, el gran
creador mendocino: “Cosquín, nada que refundar. Cosquín es una casita de otro.
Ese ‘otro’ me invita a comer. Entrás en su casita y tiene las mesas de luz en
el comedor, un aparador con vajilla en el baño, donde, además, hay dos
bicicletas colgadas del barral de la cortina de la bañadera. Vas al dormitorio
y hay dos niños durmiendo en el piso, mientras que en las camas hay, en una, un
cerdito durmiendo, en otra un fuentón tapado con una cortina del living. En la
cocina hay dos rollos de papel higiénico hirviendo dentro de un zapato.
Entonces yo les digo a los dueños de la casita: ‘Gracias por invitarme, pero
aquí todo está mal; tu casa es un quilombo’. Y el dueño me responde: ‘Yo sé que
es un quilombo pero a mí me gusta vivir así; es mi casa y la ordeno como yo
quiero. yo no opino sobre tu casa. Te invité a comer; si no te gusta mi casa no
vengas’. Y yo respondo: “tenés razón, discúlpame, gracias por la comida’...”.
Cosquín no va a desaparecer nunca. Si no cambia es posible
que siga expulsando público, o al menos a su público más genuino, el que cada
año llega hasta allí a llenarse el espíritu y a vivir la mística. Veremos como
sigue todo.
Publicada en Pausa #129, miércoles 12 de marzo de 2014
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